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Claudia Ulloa Donoso: “No hay que hacerle asco a la rabia, es necesaria para para golpear la mesa, para decir basta”

La escritora peruana responde a propósito de Yo mate un perro en Rumanía, su primera novela que narra la historia de dos personajes que muestran la complejidad de la naturaleza humana.

Claudia Ulloa Donoso. Foto: Pedro Escribano
Claudia Ulloa Donoso. Foto: Pedro Escribano

Es una escritora que para sus historias descuelga las palabras del idioma como quien descuelga una fruta. Las elige, la ubica en sus textos y con ellas teje un lenguaje en el que se puede apreciar, como decía Marco Aurelio Denegri, “la función de la palabra”. Claudia Ulloa Donoso (Lima, 1979), sin embargo, no se queda en el lirismo puro. Por ejemplo, ahora ha publicado una historia con perro, en la que hurga el alma de dos personajes y nos enrostra la naturaleza humana. Se trata de Yo maté un perro en Rumanía (Random House), su primera novela después de haber publicado los libros de cuentos El pez que aprendió a caminar y Pajarito.

Ulloa Donoso, quien, a los 18 años, en 1998, ganó el primer premio en el concurso El cuento de las 1000 Palabras de la revista Caretas, en su novela narra la historia de una profesora latinoamericana que enseña idiomas en Noruega y de Mihai (Ovidiu), su exalumno rumano, quien le invita a realizar un viaje, que no solo será físico, a su pueblo natal. Ella, zarandeada por una constante depresión y él, un paranoico compulsivo, se convertirán en la muestra de cómo son habitados por el miedo, las dudas de identidad, la impotencia, los males físicos y psíquicos, más todavía si son migrantes. Y en esa vorágine, la presencia frágil e iluminadora de un perrito.

“Esta historia nació a partir de que muchos noruegos viajaban a Rumanía para adoptar perros abandonados, pero lo triste de esta noticia es que, por razones de salud pública, no los dejaban ingresar a Noruega”, detalla Claudia Donoso Ulloa.

Y hablando de esta historia de perros, el azar existe. Cuando elegimos la banca de un parque para esta conversa, un joven, pastor de perros, traía entre ellos, un pequeño perrito negro, muy parecido al de la historia de Claudia. Por su puesto, el joven nos prestó a “Thomas”, el perrito que ahora aparece en el retrato que ilustra esta entrevista.

En tus obras siempre hay animales, ¿manejas una suerte de zoopoética en tu escritura?

—Mira, acabamos de encontrar un perrito en este parque. Me gusta los animales. Pienso que nos podemos reflejar mucho en ellos, no tanto como humanizándolos sino siendo un poco más empático, atendiendo no solo la necesidad de una mascota, sino la presencia de un animal también resemantiza un poco lo que nos rodea. Imagínate, estamos hablando ahora y si se apareciera un gato, un perro, esta conversación cambiaría, porque le prestaríamos atención, le dirigiríamos esa mirada…, quizás por ahí va mi escritura. Mira, no solamente a los animales sino también a otros seres, los árboles, las aves, los peces, la naturaleza que nos rodea…

 Yo maté un perro en Rumanía (Random House), por Claudia Ulloa Donoso. Foto: composición/Pedro Escribano

Yo maté un perro en Rumanía (Random House), por Claudia Ulloa Donoso. Foto: composición/Pedro Escribano

Has dicho, humanizándolos. Recodemos que en la tradición literaria los animales aparecen en las fábulas, ¿en tus textos no hay ese propósito moralizante?

—No, sin embargo, en algún momento, intenté escribir una fábula porque yo quería que el perrito que habla en mi novela sea el narrador de la historia de estos dos personajes, pero fue muy difícil. A lo largo del proceso de la escritura de la novela me di cuenta que iba a ser imposible, sonaba muy forzado, entonces dejé esa idea.

Y sin embargo, el propósito de que el perrito hable, plantea un tema, que es el lenguaje. El lenguaje como un puente multiverso que a veces, en la misma historia que cuentas, se rompe.

—Exacto. Es que es una novela sobre el lenguaje, aunque no fue escrita con esa intención, pero al final también se puede leer así porque está el lenguaje de lo que no se dice, el lenguaje de las emociones guardadas, está el lenguaje de las distintas lenguas, como el rumano. Ellos, los personajes, viven en un país donde no hablan su propia lengua, cada uno de ellos tienen su lengua materna. Está también la lengua de los otros con los que se encuentran en el camino y también está el leguaje, de nuevo, de lo no dicho o el lenguaje corporal, el del silencio, de las sonrisas; el hecho de servir, por ejemplo, una bebida al otro. Es decir, el lenguaje de los gestos es también un intento o una manera de comunicación.

En la novela hay fronteras físicas, como la que existe entre Noruega y Rumanía, pero la frontera infranqueable es la frontera del idioma.

Es verdad. Es la frontera más difícil.

En el caso de la profesora, es paradójico. Ella es profesora de idiomas, pero aun así no se resuelve ese problema…

—Claro. En su caso, como persona que vive tantos años fuera de su país de origen. Un poco como yo, que vivo fuera de mi lengua y sin embargo escribo en castellano, pienso en castellano, vivo en castellano, mi vida interior, mis emociones, se dan en esa lengua. Como has dicho tú, es infranqueable porque estoy en Noruega, pero si no quiero no dejo entrar a nadie a ese lugar, que es como mi lugar propio. Es realmente un lugar que se habita como se habita en un país. Como ya lo han dicho, creo que Pessoa, la lengua es tu país, su única patria, la patria de sus palabras. Hay muchas frases parecidas y eso es verdad, es eso, sobre todo si se vive fuera del territorio, del lugar que uno aprendió y habló su lengua materna, como es mi caso.

En tu escritura se advierte hay un peso íntimo. No quiero decir que tú eres la profesora, pero hay coincidencias marcadas, como ser profesora de idiomas, vive en Noruega, es oriunda de un país donde nace el Amazonas, ¿viertes cosas propias en tus personajes?

—Claro, lo personal siempre se verá reflejado, aunque de una manera muy inconsciente. Si yo he escrito sobre la depresión, creo que escribiría mucho mejor sobre eso si yo la experimenté. En este caso, sí, yo he pasado por una depresión. En la novela, el personaje también atraviesa una depresión, entonces sé de lo que estoy hablando o escribiendo, por lo menos creo saber, porque, claro, cada persona experimenta una enfermedad de distintas maneras. Y eso es un proceso muy espontáneo y natural. No sé si podría, por ejemplo, escribir sobre alguien que fue a la guerra, me costaría muchísimo más investigación, mucho más trabajo. Me imagino que sí, porque, al final, se puede, pero no es algo que te salga natural. Tendría que ser algo más planificado, más estructurado. Y en este caso, o en el caso de mi escritura, siempre va a atravesar por mis neuralgias, y mis neuralgias no tienen que ver solamente ver conmigo sino también podría escribir sobre ese señor que está ahorita allí, arreglando el jardín.

La novela es un viaje territorial, un viaje físico, y también es un viaje interior en ambos personajes. ¿Planteaste un derrotero psicológico?

—Sí, claro. Es una novela que encadena un poco, sin querer, el tema de la salud mental, las emociones, porque es una historia sobre la relación de dos personas, más allá de que sean una pareja, sean amigos, sean hombre y mujer, está las emociones humanas, el afecto, la empatía, el cómo vemos al otro, cómo el otro nos ve, las necesidades del otro. Una novela de cómo nos relacionamos nosotros como personas, como humanos y también nuestra relación con los animales. Y claro, en todo eso está nuestra psique.

Es un viaje en que se descubre un país pobre, como es Rumanía, pero también es un descubrimiento recíproco entre ambos personajes. O sea, descubren un país, pero también descubren sus dimensiones humanas.

—Mi intención, si tuve alguna intención con este libro, fue hacer un libro sobre un viaje. En el viaje, mientras se recorre el camino, las cosas van cambiando, sobre todo en un viaje por tierra. Cuando uno viaja por tierra, cambia el paisaje, cambia, literalmente, el camino, porque puede ser un camino asfaltado y, de pronto, se pasa por una trocha. O por una oscuridad o una carretera súper moderna, con luz. Un poco también así ha sido esta novela y el proceso de escritura.

Otro tema es la condición del migrante, tanto es así que Mihai u Ovidiu, pareciera ser un migrante en su propio país…

—Claro, es un poco lo que nos pasa, me pasa a mí, a veces. Ahora no, porque he vuelto al Perú con cierta regularidad en los últimos años. Si dejara de venir, como ocurrió en algunos años, sientes, no de que estás en otro país, sino sientes que tú has cambiado o a lo mejor cambió el país o ambas cosas al mismo tiempo. Tienes la sensación de ser ajeno, extranjero.

Eso le pasa a Mihai al retornar a Rumanía, su país. Se hace una serie de interrogantes sobre lo social, lo familiar, incluso lo íntimo, lo personal, como preguntarse sobre su opción sexual…

—Sí, además él es un personaje un poco neurótico, como ella, que se preocupa en qué está pensando el otro. Es un paranoico. Está todo el tiempo ocupado de lo que puede pensar el otro.

Y ahí se engancha otro tema caro del libro, el problema de la identidad, sobre dónde afirma los pies.

—Bien difícil, ¿no? Cómo forjarle la identidad a un personaje literario, pero también cómo se la forja uno mismo. Yo creo que tiene que ver, volviendo a los animales, pues no puedo evitar esas comparaciones, pero tiene que ver con nuestro fondo. Si tuviéramos sentados en un parque, digamos de Colombia, seríamos colombianos, ¿no? ¿Qué nos haría peruanos en ese parque en Colombia? ¿Nuestra conversación, nuestra vestimenta, nuestro aspecto? Si estuviéramos en un parque en Noruega, de inmediato se vería que no somos de allí, que somos de otra parte. Es muy interesante cómo se construye la identidad desde mi punto de vista, como migrante y como escritora, de cuestionarme mi propia identidad y la identidad, no tanto de los personajes, sino de los textos en sí.

Al principio de la novela, cuando habla el perro, se lee “un país de rabia”. Y uno puede entender esa expresión como una metáfora, como el descontento, más todavía si en el libro hay pasajes sobre corrupción.

—Puede leerse así, como metáfora. Creo que la rabia es una emoción muy necesaria. No hay que hacerle asco a la rabia. La rabia es un motor para muchas cosas; es destructiva, pero creo que es necesaria para golpear la mesa, para decir basta. Pero allí hay un trabajo de medir esa rabia, de administrar esa rabia… es una palabra horrorosa, pero no se me viene otra palabra a la mente. Creo que esta novela también es un poco de claroscuros, de contrastes. Hay contrastes en los paisajes, en la luz, en las imágenes, pero también en estas emociones. Hay esa rabia, pero también hay ese hastío, esa apatía, están juntas. Creo que rabia hay en todos los países, en todos nosotros.

Ella dice “Él manchaba mi oscuridad con su luz”...

—Sí, pero también puede ser al revés, ¿no?

¿Qué hace que en tu escritura haya una fluidez poética, hay frases como cinceladas en versos.

—Yo creo que es porque en el fondo es lo que yo quiero hacer. No sé si no pueda, pero no he intentado seriamente de escribir poesía, pero yo estoy marcada por las lecturas de poesía. Por Eielson, por Vallejo, por mis lecturas que me vienen desde muy atrás, desde el colegio hasta estos días. Siempre han sido los poemas, las palabras, la palabra precisa. Desde hace poco, se me ha quedado una palabra: “mampara”, que es una palabra que yo no uso, pero de pronto lo dijo mi prima porque iba a vender una mampara. La palabra sonaba bonita. Después escuché “cielo raso”, que es una forma de nombrar un techo. Y otra palabra es “cizalla”, que es una herramienta. Son palabras que se usan en cosas muy práctica, que suenan, que a veces uno las conoce, pero una las piensa en imágenes y eso es la poesía.

Ahora entiendo algunas expresiones en tu novela, llenas de imágenes y de semántica…

—Mi fascinación, realmente, no es tanto por contar una historia, sino por la palabra, por cómo suena, por la fuerza que tiene, por eso está el epígrafe de Job en la novela, lo bíblico de que en el principio ya existía la palabra. Tengo una formación católica, hace poco tuve que ir a una misa, no soy creyente, pero, bueno, participo en cosas familiares y escuchar la liturgia de nuevo y saber que me la sé de memoria, es cómo descubrir o recordar todas esas palabras que uno no usa en el lenguaje cotidiano, como “alabanza”, pero que son palabras que suenan bonitas.

Porque son cotidianas a veces la miramos con prejuicio…

—Claro, como “cizalla” o “mampara”, de nuevo.

Hablando de prejuicios, Mihai es el típico machista. Llega a decir: “casi siempre es mejor tener al lado a una mujer que no hable”.

—Es muy machista, abiertamente machista. Alguna vez una lectora me comentó que no soportaba a ese hombre, pero aun así terminó el libro y eso para mí era un halago, si lo terminó entonces había algo más. Creo que es así también en la realidad, nos vamos a encontrar con gente que va a tener, como nosotros mismos, nuestras cosas. Es también el hecho también de ponerles atención, de tratar de comprender por qué Mihai dice eso o qué hacer ante eso, cómo actuar o cómo nos relacionamos ante eso. Y también pensar qué atrocidades decimos a veces sin ser consciente de ello.

La profesora, por su condición de salud, es callada y más bien es una ebullición de pensamientos. ¿Poner al lado un hablador como Mihai fue exprofeso?

—No, no es que yo haga una ficha de un personaje. Yo voy pensando un poco en la historia y en el texto y todo se va desarrollando. Es muy complejo explicarlo. En el caso de Mihai, yo tenía una voz, esa voz que hablaba todas esas cosas y la percibía tan clara y tan precisa que tomé nota de esa voz y esa voz va abriendo el personaje.

Y hablando de voz, y eso sí me parece exprofeso, cada vez que habla Mihai tiene un lenguaje totalmente oral, un coloquialismo que en la escritura no tiene puntos apartes. Es un hablador.

—Claro, es un hablador. Y habla mucho, todos sus discursos son sus pensamientos…

En su oralidad, se pregunta y se responde, afirma y se niega, un contrapunteo consigo mismo… Un lenguaje distinto al de la profesora.

—Claro, ella habla como lo he escrito yo, habla en escrito… (risas) y él, como tú lo has dicho, es oral. Mihai habla un castellano aprendido en España, con la forma, con las palabras, con la entonación. Es decir, con una lengua prestada.

Pero ese hombre tiene en la cabeza un remolino…

—Pero eso, creo, lo tenemos todos. Hay quienes lo exteriorizan y quienes, no, bueno, algunos lo pueden inventar, por eso está la labor de la ficción. Pero ese discurso me llegó con esa claridad y ha sido en parte porque, así como me gusta mirar, observar, me gusta también escuchar. Ahora converso contigo, pero si estuviera sentada sola, probablemente me saldría una voz.

Acabamos de ver un perro real, en el libro es una metáfora y no la voy a decir.

—Sí, es una metáfora. Tengo que aclarar mil veces que no he matado a ningún perro (risas), obviamente, no. Ya has visto, con “Thomas”, mi cariño a los animales. No debería aclararlo, pero es eso, así como se confunde que yo puedo ser la profesora –sí, yo soy profesora, he enseñado lengua en Noruega, he viajado a Bucarest un fin de semana, pero no he estado en una ceremonia fúnebre, no he hecho todas las cosas de la novela…

Claro, se trata de una novela de ficción. Claro. El perro negro en la novela es una metáfora y el lector la descubrirá. Pero la novela muestra el estado vulnerable de ambos, sobre todo de ella que está pasando por una depresión, situación que le despierta por cuidar a alguien más frágil que ella, el perrito.