No recuerdo haber visto en toda mi vida, tanta consternación entre ateos y agnósticos por la muerte de un Papa. Se ha dicho, y con razón, que más que un líder religioso, era uno espiritual. Alguien que encarnaba el mensaje de Cristo desde el nombre que eligió: el del poverello San Francisco de Asís. Su decidida afiliación, su amor por los marginados, los excluidos, los desechados de la tierra, no era puro floro. Era la esencia del mensaje que transmitió, una y otra vez, en todo su peregrinaje.
Además, lo respaldó con hechos, prescindiendo de los fastos del Vaticano. ¿Se imaginan a Cristo o a San Francisco vestidos con trajes costosos -he visto boutiques en el Vaticano que exhiben lujosos trajes de obispos y cardenales en sus vitrinas- de los paños más finos, mientras predicaban su amor por los pobres? Se negó a vivir en un palacio y se mudó a una casa modesta, destinada a los huéspedes. Era su manera de afirmar, presumo, que él mismo se consideraba un huésped, alguien provisional al que se había encomendado una tarea ímproba, a la que dedicó todas sus fuerzas, hasta el último de sus días.
Los peruanos hemos sido testigos directos de la coherencia de Francisco. Hizo lo que, visto el comportamiento de los poderes dominantes en el país, parecía imposible: disolvió el Sodalicio. Esta decisión, acabo de escuchar a Paola Ugaz explicarlo en una entrevista con Nicolás Lúcar en radio Exitosa, no le resultó sencilla ni evidente. La periodista, quien junto a Pedro Salinas escribieron el libro fundamental para lograr terminar con la impunidad de esa secta, explicó un punto determinante en esa decisión papal.
Durante una visita a Chile, Francisco preguntó por las denuncias de varios adultos sobre abusos sexuales perpetrados por religiosos católicos. Los obispos chilenos le aseguraron, fieles a la “doctrina” de encubrimiento de la Iglesia, que esos testimonios eran falsos. Francisco optó por creerles. Pero parece que dudó, poniendo, dicho sea de paso, en entredicho el dogma absurdo de la infalibilidad del Papa. En el avión de regreso conversó con los periodistas que lo acompañaban, y estos lo convencieron de la falsedad de lo que le habían dicho los obispos chilenos. Además, dato fundamental, le dejaron en claro que no solo los menores de edad podían ser víctimas de abuso sexual: también los adultos.
Una muestra de cómo respaldaba su pensamiento, el que transmitió en encíclicas y diversos mensajes, en mayor número que sus predecesores, fue no solo que se permitió el libre ejercicio de la duda, sino que cambió de opinión y tomó decisiones que marcarán la historia de la Iglesia Católica. En la misma entrevista, Ugaz explica la pena papal impuesta a Cipriani, y cómo el prelado, junto a otros, ignoró el castigo acudiendo a su sepelio. Para un psicoanalista este mensaje es doble. No solo desobedece la pena impuesta por la máxima autoridad de la Iglesia, sino que también -y no es el único- parece decir que todo vuelve a la “normalidad”. Es decir, a la impunidad. Porque a Cipriani también lo condenaron por pedofilia, ejercida durante la confesión de la víctima. Toda una puesta en escena de la perversión del poder eclesiástico.
No es casual que la derecha más rancia lo considerara un “Papa rojo”. Tal como sucede entre nosotros con el cardenal Castillo. Otro prelado que nos da a los incrédulos algo de esperanza de cambio, en un mundo cada vez más cernido por una creciente oscuridad. Raúl Zegarra, profesor de Estudios Católicos en la Universidad de Harvard, publica en la edición dominical de este diario un valioso artículo acerca de la relevancia de Francisco. Ahí expresa con claridad lo que muchos, alrededor del mundo, estamos sintiendo: “Francisco se convirtió en un amado líder espiritual y moral para millones de personas, especialmente en una época en la que muchos de nosotros, desesperadamente, buscamos destellos de esperanza en medio de los escombros de la guerra y la erosión de las formas de vida democrática.”
Quisiera añadir un rasgo de Francisco, que terminó por conquistarme: su predilección por el sentido del humor. En una entrevista con una periodista norteamericana, reveló que todas las noches rezaba una plegaria tomada de Santo Tomás Moro, un intelectual inglés del siglo XVI, ordenado decapitar por Enrique VIII. El motivo fue negarse a reconocer al rey como jefe supremo de la iglesia de Inglaterra y aceptar la anulación de su matrimonio con Catalina de Aragón. Por ello fue, además de canonizado, reconocido como mártir de la Iglesia. Pues bien, la plegaria que Francisco elevaba por las noches es ésta: “Señor, dame buen humor para sobrellevar algunos de los problemas que me causas, y dame paciencia para soportar a algunos de los tontos con los que tengo que tratar. Amén.”
En tiempos tan desesperanzadores y deprimentes como los de esta época, en particular en este país en donde la delincuencia política compite con la de los sicarios -pese a que a menudo actúan al unísono-, no viene mal una dosis de ese ánimo sabio e irónico. No obstante, esta es una herramienta de supervencia, no de cambio. El mensaje primordial de Francisco, quien desafió la exclusión vaticana de los los grupos LGTB+ y las mujeres, va mucho más allá. No solo se trata de no juzgar, sino de incluir activamente. Siendo un fino conocedor de la política argentina -una de las más complicadas del mundo- nombró a un número importante de cardenales con su misma disposición de apertura e inclusión. De esta manera dejó preparado el camino para que la Iglesia siguiera el camino trazado por él, después de su muerte.
Jorge Bruce es un reconocido psicoanalista de la Pontificia Universidad Católica del Perú. Ha publicado varias columnas de opinión en diversos medios de comunicación. Es autor del libro "Nos habíamos choleado tanto. Psicoanálisis y racismo".