César Vallejo, Georgette y la dulzura
Pese a las mezquindades con la vida y labor de Georgette Philippart, no se debe desconocer que el tiempo de mayor productividad de nuestro poeta mayor lo pasó con ella.
Escribe: Eduardo González Viaña*
El último día de octubre de 1931, una joven francesa que iba todos los días al correo de París en busca de una carta encontró por fin la que esperaba.
Se la remitía desde Moscú César Vallejo, el poeta peruano que, dos años atrás, había comenzado a ser su compañero. La chica, cuyo nombre era Georgette, leyó al lado de la misiva, un poema que la llamaba “Dulzura por dulzura, corazona”.
La crítica especializada en Vallejo no es muy justa con esta mujer. Tan sólo ofrece referencias mínimas y anecdóticas acerca de ella. Sin embargo, estuvieron juntos desde el 16 de febrero de 1927, a las seis de la tarde, cuando el galante peruano se le acercó y, quitándose el sombrero, la invitó a un encuentro en Le Carillon, un café de la avenida Opéra, donde “solía sentarse a caminar”.
Desde el 29, en que comenzaron a vivir juntos hasta el Viernes Santo de 1938, Georgette acompañaría al poeta en hoteles pobres de la Ciudad Luz, en la expulsión de Francia, en los días ardientes de la guerra civil española y en las blancas salas de la clínica Aragó, haciendo de madre amorosa, junto al lecho del enfermo en los tristes días de agonía sin fin.
“Ay, cuánto dinero cuesta ser pobre”, escribió una vez Vallejo hablando de la miseria que compartiera con Georgette, pero al lado de ella conoció, además, los tiempos de su mayor creatividad, así como aquellos que definieron sus convicciones políticas y su destino artístico. Fue ella, por fin, a quien, desde su lecho de moribundo le pidió que tomara papel y lápiz para dictarle el nombre de su defensor ante el tribunal que a todos nos aguarda allá arriba, Dios.
“Georgette Philippart es la mujer más linda de este encuentro”, afirmó Octavio Paz, en tanto que Pablo Neruda dijo que ella “es la más insoportable”. Ocurrió cuando España vivía bajo las bombas de Franco.
Vallejo acudió con ella al Segundo Congreso Internacional de Escritores para la Defensa de la Cultura -o Congreso de Escritores Antifascistas– de 1937. Hay una buena razón para que me lleguen estos recuerdos. La joven que, al comienzo de esta nota, acudía al correo de París en busca de una carta es la misma que, semana tras semana, tiempo después, iba a ese mismo lugar para depositar los artículos que Vallejo escribía para 34 diarios y revistas del mundo (véase Desde Europa, la monumental recopilación de Jorge Puccinelli).
La compañera de Vallejo también escribía poesía. Masque de chaux, su obra, apareció en Lima en 1977 y corrió el mismo destino que el de la mayoría de los libros de poesía que salen de las prensas peruanas: edición limitada, falta de críticos, mezquindad de reseñas. En su caso, se añadía un inconveniente adicional: estaba escrito en francés.
Amargura, delirio, dolor, lágrimas, miseria, muerte, palidez y sudario son –en orden alfabético– las palabras que más abundan en los 169 poemas del libro, y sus temibles combinaciones hicieron que más de una vez el traductor se sintiera abrumado y a punto de abandonar la tarea.
Lo traduje yo en 1997, a pedido del Instituto de Estudios Vallejianos de Trujillo, y lo publicamos en edición bilingüe como Masque de Chaux. Máscara de cal. El análisis de este libro, y de la posible interrelación entre la obra de Vallejo y la de su esposa, puede aportar derroteros a una investigación crítica que siempre corre el peligro de perderse en la vaguedad y el delirio.
Van estos recuerdos. Viajan por un correo sin estampillas que atraviesa veloz los cielos y los tiempos. Más que esta breve nota, llegará hasta los lectores la imagen de la joven que en el correo de París halló una carta y un verso que la nombraba: “Dulzura por dulzura, corazona”.
*Escritor. Autor de El poder de la ilusión, sus memorias.