Esta semana, el fujimorismo ha cumplido treinta y cinco años como fuerza política. Un 8 de abril de 1990, el candidato de Cambio 90, Alberto Fujimori, dio la sorpresa al aparecer entre los más votados, desplazando a partidos históricos como el APRA, las izquierdas y el extinto FRENATRACA. Y generando a su vez una ola de pánico entre los liberales del FREDEMO y en su candidato, Mario Vargas Llosa. La historia sobre lo que ocurrió después es bastante conocida (de hecho, la cuento con detalle en mi libro Los años de Fujimori, 1990-2000).
Que una agrupación llegue a las tres décadas y media es todo un logro, en un país donde lo efímero se impone y pese a la abundancia de organizaciones políticas que disputarán la presidencia el próximo año. No siempre los partidos han sido tan longevos en nuestro país, más aún sin alcanzar la presidencia por un tiempo prolongado. Una excepción sería el APRA, que logró llegar casi medio siglo después de su fundación, solo para sepultar sus esperanzas de reelegirse por un buen tiempo luego de un gobierno desastroso.
No obstante, al hablar del fujimorismo, estamos hablando un movimiento que trasciende la política y se instala como parte de la cultura política del país. Pero no necesariamente en un sentido positivo. Si bien sus defensores más acérrimos señalan que el fujimorismo salvó al país del doble flagelo de la violencia política y la hiperinflación, lo cierto es que los reemplazó por la violencia del Estado y la precarización estructural, respectivamente. No se puede negar su vigencia y fuerza, pero al momento de sacar las cuentas, el saldo es negativo por donde se le mire.
En estos años, ya sea cuando fueron gobierno o cuando intentaron volver a serlo, el fujimorismo no ha dudado en manipular las instituciones y utilizarlas con fines particulares. Lo hizo en los años 90, cuando las capturó una por una, desvirtuando su propósito original y quebrando el balance y contrapeso de poderes. Y lo sigue haciendo hoy, en su frenética carrera por convertirse en opción electoral para el próximo año y llegar al poder de manera formal, aún cuando gobierna en las sombras.
Para ser una fecha tan importante, sorprende que no haya habido celebración de por medio. De hecho, Keiko Fujimori está brindando una serie de conferencias en compañía de exmandatarios que guardan una sospechosa similitud con su difunto padre, como lo son Álvaro Uribe (Colombia) y Guillermo Lasso (Ecuador), este último acusado de corrupción y despuesto antes de terminar su periodo presidencial en 2023. Curiosamente, Fuerza Popular no tiene una fecha clara de fundación, ya que ocurrió de manera espontánea y como resultado del entusiasmo de su líder original antes que de un plan organizado y una propuesta con la cual competir contra el favorito de las encuestas, Vargas Llosa.
Nada resume mejor lo que ha sido el fujimorismo en el país que las trayectorias de sus líderes, padre e hija. La búsqueda de poder por parte de ambos, el quiebre de las reglas políticas para conseguir tal fin, y luego la búsqueda de impunidad es una síntesis de tres décadas y media y de haber arrastrado al país con ellos, sin importarles destruir la institucionalidad o la estabilidad económica. Si los Fujimori son un peligro en el poder, el no tenerlo expone al país a una serie de desequilibrios de los cuales nos toma mucho tiempo recuperarnos.
Luz Salgado, una de las fujimoristas “históricas”, escribió en su cuenta de Twitter que “el fujimorismo ha participado democráticamente de todos los procesos”, en alusión a la investigación judicial que podría sacarlos de carrera. Por supuesto, la narrativa que los fujimoristas han construido de sí mismos los coloca como un movimiento democrático. Sin embargo, desde su irrupción en 2016 han colocado al país en una situación de crisis continua, buscando un mandato que la población no está dispuesta a entregarle.
Por lo pronto, estamos atrapados con un movimiento que utiliza todo su arsenal para evitar responder ante la justicia pero que tampoco logra ganar el control del Ejecutivo. En su reemplazo, han hecho de su bancada un instrumento de desgobierno y han decidido apoyar a un gobierno que carece de toda legitimidad, con la esperanza de que esto les dé una imagen positiva con la cual pasar a segunda vuelta. La selectiva eliminación política de aquellos que podían enfrentar en segunda vuelta tampoco sorprende.
En el interín, el sistema democrático está siendo lentamente corroído por una fuerza política que tres décadas y media después, tiene al país extorsionado, con tanta elegancia como los sicarios que cobran cupos. Y entre los responsables de la debacle actual están Alberto Fujimori, Keiko Fujimori, su bancada parlamentaria, su círculo cercano y sus seguidores. El precio que estamos pagando en inestabilidad, inseguridad y vidas humanas con tal de colocarla en Palacio de Gobierno no lo justifica. Pero a ella y a sus seguidores no les importa con tal de saquear lo que queda del Estado y tener a una población aturdida por el miedo.
Aún así, Keiko Fujimori tiene motivos para celebrar. Sigue buscando por todos los medios posibles (no siempre los más transparentes) traer abajo el proceso judicial que se le sigue por el caso Cócteles. Como se recordará, este caso involucró el presunto lavado de activos con motivo de la recaudación de fondos para la campaña electoral. La investigación la incluía a ella y a 41 personas más, bajo la figura de crimen organizado. Por ello, el fiscal José Domingo Pérez había pedido hasta treinta años y diez meses de prisión contra ella y su agrupación. Hace unos días, el Poder Judicial dejó sin efecto el juicio. Y Domingo Pérez ha sido apartado del caso.
Menudo regalo de aniversario.
Historiador. Radica en Santiago de Chile, donde enseña en la Universidad Católica de Chile. Es especialista en temas de ciencia y tecnología. Su libro más reciente es Los años de Fujimori (1990-2000), publicado por el IEP.