Fue “un peruano universal”, reza el lugar común. Pero tal vez sería más apropiado decir que fue un “peruano occidental”. No lo digo con ligereza. No suelo usar el término, y si lo hago lo pongo entre comillas. Porque “occidental” evoca tácitamente su opuesto — lo “no occidental” — y esta dicotomía no hace justicia a siglos de intercambios, préstamos mutuos, identidades fluidas. Para no mencionar el uso anacrónico que se hacer recurrentemente del término, proyectando a un pasado supuestamente antiguo separaciones y fracturas más bien recientes Pero, como suele suceder con el lenguaje, la repetición reiterada de una idea termina creando sus propias realidades, sus propios binarismos, jerarquías y exclusiones, como lo analizó brillantemente Edward Said, rastreando la idea de “orientalismo” tal como se manifiesta en la producción académica y novelas europeas, y en películas de Hollywood, donde se presenta a los “orientales” o “árabes” como “bárbaros”, “terroristas” y/o magnates corruptos, como veíamos en una columna anterior (17-2-2025). Un estereotipo que legitima a unos y deslegitiman a otros, afectando su derecho a la dignidad, al ejercicio político y a una humanidad plena.
Menos aún suelo recurrir al concepto de “civilización occidental” por razones que no tengo el espacio explicar, pero es inevitable hacerlo cuando se habla de Vargas Llosa, porque él mismo lo abrazó con ardor de cruzado y predicador, cual dogma; de él no parecía albergar dudas. Vargas Llosa asoció “civilización occidental” con “democracia”, que a su vez veía como consustancial al liberalismo económico, al que se refería únicamente como “liberalismo”, un concepto unívoco. En otras palabras, MVLL abrazó fervorosamente el mito de que el “libre mercado” crea democracia, sin diferenciar liberalismo económico de liberalismo político (el de los derechos ciudadanos y libertades democráticas), que la historia demuestra suelen ser mutuamente excluyentes, como en los casos del Chile de Pinochet y el Perú de Fujimori en el siglo XX. Aunque podemos ir mucho más atrás, al periodo que los libros de texto de historia de América Latina llaman precisamente “La era liberal” ( écadas de 1870 a 1920), marcada por un acelerado crecimiento económico, producto del boom de exportaciones, que se dio en contextos de dictadura, como la de Porfirio Díaz en México (1871-1911), cuando no de violento de despojo de tierras a poblaciones indígenas, desde el norte de México hasta el sur de Chile y Argentina, y que en muchos casos terminaron produciendo el genocidio de estas poblaciones, como ocurrió con la fiebre del caucho en nuestro propia Amazonia. La “democracia liberal” de EEUU, por su parte, convivió en su primer siglo con la esclavitud africana, y en el segundo con un régimen racista de apartheid, promoviendo también el despojo masivo de tierras indígenas desde 1830 en aras del “destino manifiesto”.
A diferencia de muchos, yo no separo al novelista del ensayista o el político. Su concepción binaria de la “civilización occidental”, su exotización de los “no occidentales” a quienes suele asociar con “barbarie” y “atraso” siguen una línea clara en su novelística desde La guerra del fin del mundo (1981) hasta las novelas que escribió posteriormente a su participación en el Informe de Uchuraccay (1983), incluidas El hablador y La historia de Mayta, como lo he discutido en otra en otra oportunidad (El poder del nombre, Lima: IEP, 2002).
En una columna publicada en La República, “La marcha del hambre “ (10-11-2018), Vargas Llosa comentaba la tragedia de los migrantes: “Los millones de pobres que quieren llegar a trabajar en los países del Occidente rinden un gran homenaje a la cultura democrática, la que los sacó de la barbarie en que también vivían hace no mucho tiempo, y de la que fueron saliendo gracias a la propiedad privada, al mercado libre, a la legalidad, a la cultura, y a lo que es el motor de todo aquello: la libertad." El texto fue comentado agudamente por el escritor y poeta Jorge Frisancho, quien ironizó “lo que […] hicieron los belgas en el Congo, o los franceses en Argelia o los ingleses en la India, es ‘cultura democrática’; ‘con ella sacaron a los nativos de su ‘barbarie’. ¿Hay alguna manera de decir semejante idiotez y llamarse ‘liberal’? Yo no la conozco, y no puedo imaginarla”, cierra Frisancho. El marqués fue más allá: “Los países que aplican [ la “‘fórmula de la cultura democrática’], progresan. Los que la rechazan, retroceden […]. Buen número de países asiáticos lo ha entendido así y, por eso, la transformación de sociedades como la surcoreana, la taiwanesa o la de Singapur, es tan espectacular”. Frisancho retruca nuevamente: “Vagas Llosa atribuye ‘cultura democrática’ a un estado con larguísima historia de represión, golpes militares y tramas corruptas (Corea del Sur); a otro que desde su fundación en 1949 hasta los años 80 fue una dictadura militar hereditaria y después un régimen de partido único, y que tuvo su primer gobierno presidido por un partido distinto recién en 2008 (Taiwán); y finalmente a una ‘democracia vigilada’, famosa por sus aspectos represivos, antiliberales y autoritarios (Singapur). Más aún, silencia por completo la transformación más espectacular en Asia, la de China, pues sería bastante incómoda mencionarla en ese contexto (aunque sea real)”. Véase su columna de Facebook (11-11-2018)
De la brillante refutación de Frisancho solo discrepo en un punto. Después de Gaza, y hablando en términos más generales, ya no se puede decir que sea una contradicción profesarse “demócrata liberal” y apoyar regímenes autoritarios y hasta genocidas. Porque eso es lo que están haciendo en la práctica “las democracias occidentales” de EE. UU. y Europa dese hace 16 meses con su apoyo incondicional al brutal genocidio de palestinos en Gaza. Es un hecho objetivo que estas democracias apoyan el genocidio Israelí-estadounidense y el propio Netanyahu se han encargado recordárnoslo una y otra vez: “Israel está luchando en nombre de la civilización occidental”, dijo, como le recordaba la historiadora Sherene Seikaly a Hildebrandt en sus 13 (25-10-2024): “Quizá deberíamos tomárnoslo en serio, porque esto es lo que occidente [e Israel] ha[n] causado: la destrucción de civilizaciones […]. Gaza tiene más de 4,000 años y el sur del Líbano se remonta al tiempo de los fenicios”, comenta Seikaly. Por su parte, el brillante caricaturista Joe Sacco, anota en su libro más reciente sobre su dibujo de un cráter ocasionado por una bomba de una tonelada (de las que EEUU prodiga a Israel) y una fila de palestinos que escapan: “Gaza fue donde el occidente fue a morir” (On Gaza, 2024, p. 23). De Vargas Llosa sobrevivirán sus mejores novelas, que desde mi punto de vista son las anteriores a 1980. Pero sus ideas de la “civilización occidental y de la “democracia liberal” como faros para la humanidad han sido otra ficción, hoy sepultada bajo las ruinas de Gaza.
Historiadora y profesora principal en la Univ. de California, Santa Bárbara. Doctora en Historia por la Universidad del Estado de Nueva York, con estancia posdoctoral en la Univ. de Yale. Ha sido profesora invitada en la Escuela de Altos Estudios de París y profesora asociada en la UNSCH, Ayacucho. Autora de La república plebeya, entre otros.