Más Vargas Llosa que el último Vargas Llosa, por Daniel Encinas Zevallos


Si Mario Vargas Llosa hubiese ganado las elecciones presidenciales de 1990, el país no habría cambiado radicalmente. Pero su trayectoria intelectual, sí. En sus caminatas por el Jardin de Luxemburgo o encerrado en su departamento de la rue de Tournon, lo embriagaría la sensación de que algo le falta: acaso el cariño y la admiración de sus compatriotas, acaso el Premio Nobel de Literatura que nunca se ganaría. O quizá ese vacío tendría su origen en la falta de reconocimiento —cuando no el desdén— hacia su paso por la política, que, a diferencia de sus colegas Fernando Henrique Cardoso o Václav Havel, no le otorgaría la fama de estadista exitoso al que acudir por consejos.

“¿Y tú, Varguitas? ¿A quién le das consejos?”, se lamentaría a ratos. Luego recuperaría el sentido de la valoración propia: “¿No merecías también más reconocimiento como político, Varguitas?”. Pero, pronto, se reconfortaría en la condescendencia: “Eso es lo que soy. Para lo único que sirvo es para escribir, como dice Patricia.”

Así imaginó el politólogo Martín Tanaka lo que habría ocurrido con el Perú —y con el literato— si Vargas Llosa hubiese ganado: el país habría emprendido reformas económicas de mercado y derrotado al terrorismo dentro del marco democrático. Pero su presidencia habría sido impopular y, probablemente, ambigua frente a las violaciones de derechos humanos cometidas por gobiernos anteriores. FREDEMO, su coalición, habría quedado en camino a la irrelevancia tras su salida del poder.

Sin embargo, entender el proyecto político que Vargas Llosa y FREDEMO ofrecían requiere abandonar la ficción y volver al Perú real. Quizá hoy cueste creerlo, pero la coherencia ideológica no era el fuerte de la derecha peruana en los años ochenta. En el segundo gobierno de Fernando Belaúnde (1980-1985), un equipo de tecnócratas  —el llamado grupo “Dynamo”— buscó implementar algunas reformas neoliberales. Pero la aventura reformista encontró una oposición férrea no solo en la izquierda y el APRA, sino también en sectores de la derecha. Facciones de Acción Popular, el partido de gobierno; líderes del Partido Popular Cristiano (PPC); la Sociedad Nacional de Industrias y otros gremios empresariales fueron hostiles a la liberalización de la economía. La vaca no recuerda cuando fue ternera, y la derecha se ha olvidado cuando fue estatista y proteccionista.

Por eso, el breve suspiro que resultó la irrupción en la política de Vargas Llosa debe juzgarse por su singularidad. Su alianza con Acción Popular y el PPC significó el encuentro entra las nuevas ideas económicas que circulaban en el mundo y los viejos partidos políticos de derecha. La institucionalidad y la novedad hicieron match. La coherencia ideológica no solo era económica, sino también política. FREDEMO abanderó la democracia pese a la grave crisis de seguridad que enfrentaba el país. O, tal vez, precisamente por ella. Vargas Llosa subrayó la importancia de “civilizar” el conflicto. Es decir, no entendió la defensa de los derechos humanos como un asunto de las izquierdas o un capricho de los “caviares”. La convirtió en la piedra de toque de una auténtica derecha democrática.

Pero ese proyecto no echó raíces en el Perú. A partir de los años noventa, el neoliberalismo se entroncó con el autoritarismo y el personalismo de Fujimori. Caído su régimen, la derecha se dispersó en pequeñas islas partidarias, de perfil técnico o interés empresarial que defendieron la continuidad del modelo económico sin intención alguna de “civilizarlo” en el sentido vargasllosiano. Es decir, asumir a la democracia como complemento inequívoco de la libertad económica.

Como un héroe no tan discreto, Vargas Llosa resistió esa transformación. Durante años, se mantuvo al margen del coro, negándose a responder al llamado de su tribu. Elección tras elección, sostuvo una voz discordante que anteponía el interés general a las anteojeras ideológicas y al miedo primitivo de las élites peruanas. Al apoyar a Alan García frente a Ollanta Humala, o al propio Humala frente a Keiko Fujimori, encarnó a la derecha democrática que tanto le hacía falta al Perú.

Lamentablemente, esa resistencia se quebró en las elecciones de 2021 cuando apoyó a Keiko Fujimori frente a la candidatura del también radical Pedro Castillo. En un punto de inflexión evidente en su trayectoria política, llegó incluso a difundir noticias falsas, asegurando que hubo fraude “por obra del Jurado Nacional de Elecciones, que resiste impávido todas las demostraciones en contrario”. El periodista César Hildebrandt se preguntó con perplejidad: “¿Cómo un hombre tan decente puede haberse convertido en este adefesio?”

Para algunos sectores, la respuesta está en sus ideales políticos. No podría estar más en desacuerdo. Quizá convenga buscar en la sociología antes que en la ideología. Recordemos que tildó al candidato Castillo de “prácticamente analfabeto” e “idiota”. Pero tal vez la mejor respuesta la anticipó el propio Vargas Llosa al defender a José Ortega y Gasset por escoger, en su hora, un mal menor entre dos modelos autoritarios: un error “que le sería reprochado inmisericordemente en la posteridad”. Nuestro escribidor diría que sus errores “no fueron los de un cobarde ni los de un oportunista; a lo más, los de un ingenuo que se empeñó en encarnar una alternativa moderada, civil y reformista en momentos en que ésta no tenía la menor posibilidad de concretarse.”

En cualquier caso, antes que defender al hombre de carne y hueso —con sus errores, flaquezas y contradicciones en la vejez—, resulta más urgente recuperar la coherencia de su pensamiento político de largo plazo y concretar aquello que no pudo lograr: un partido de derecha fuerte, moderno y orientado hacia la libertad en su sentido más amplio. Eso es lo que necesita el Perú de hoy, y, en términos más generales, una América Latina y un mundo arrinconados por el avance de una derecha populista, reaccionaria y autoritaria. Una derecha democrática, organizada en partidos capaces de competir en elecciones y respetar sus resultados, es una condición para la estabilidad democrática. Porque con las élites y la democracia ocurre algo inquietantemente parecido a lo que sucede con los animales que se sienten acechados por un peligro real o imaginario: activan el sistema simpático y se preparan para huir o atacar; es decir, patear el tablero. Para activar el sistema parasimpático de las élites —el encargado de la calma, la digestión y la conservación de energía—, se necesita una derecha (y también una izquierda) que se atreva a ser más, y no menos, Vargas Llosa que el Vargas Llosa de los últimos años. Quiero creer que se sería el mejor homenaje tras

Daniel Encinas

El laberinto

Politólogo y candidato a doctor por la Universidad de Northwestern (Chicago, Estados Unidos), donde también se desempeña como miembro del equipo de ciencia de datos. Actualmente, es coordinador general del proyecto Puente para la difusión de información académica a través de redes sociales