El caso Humala-Heredia es un claro ejemplo de cómo un juicio técnicamente impecable puede terminar impregnando de incertidumbre la escena institucional, sin por ello invalidarse en absoluto.
El tribunal cerró el debate el 15 de abril, ordenando que la condena impuesta a los acusados sea ejecutada de inmediato. El abogado de la señora Heredia, Julio Espinoza, ha sostenido que esto resulta inconstitucional. Ha sostenido que en este caso se ha transgredido un estándar ya establecido por el Tribunal Constitucional, en la sentencia del caso Franco Morán (DIC24). Pero no es cierto. En ese caso se discutió una situación distinta: Un juzgado retuvo la versión escrita de la condena durante cinco años, impidiendo que el condenado la apelara. No es, en absoluto, lo que está ocurriendo en el caso Humala Heredia.
Ejecutar una condena a prisión de manera inmediata no es inconstitucional. De hecho las condenas a prisión se ejecutan de forma inmediata. Desde el año 2004 la ejecución puede suspenderse por excepción. Pero la regla es la ejecución inmediata, no a la inversa.
La señora Heredia logró refugiarse en la embajada de Brasil, país que le ha concedido asilo. Para salir del país, solicitó un salvoconducto que el gobierno peruano le concedió. He leído afirmaciones que sostienen que dicho salvoconducto es ilegal porque la señora Heredia no esta siendo perseguida políticamente. En efecto, ella no es una perseguida política. Pero la calificación del asilo no corresponde al Perú, sino a Brasil, el país que lo otorga. Las prohibiciones que la Convención de 1954 impone en estos casos rigen para el Estado que lo concede, no para el Estado requerido. Una vez otorgado el asilo, al Perú le corresponde protestar —y sin duda debe hacerlo—, pero no interferir con el procedimiento.
Sin embargo, mis mayores dudas comienzan aquí, en la zona donde se ubican los fundamentos reales de la concesión del asilo. En el transcurso de esta historia, Jorge Barata declaró que los US$ 3 millones entregados al Partido Nacionalista no fueron acordados con Humala ni con Heredia, sino con Lula da Silva, entonces presidente de Brasil. Según ese relato, el dinero se habría entregado con cargo a los fondos que Odebrecht destinaba al Partido de los Trabajadores (PT). Si fue así, entonces los fondos no fueron solicitados a Odebrecht directamente, sino a Lula o a alguien de su entorno. Si ni Humala ni Heredia acordaron esa entrega con la empresa, ¿por qué deberían haber sabido que quien creían ser un emisario del PT o del propio Lula estaba, en realidad, lavando activos?
Este caso no trata sobre infracciones a las leyes de financiamiento de campañas. Trata sobre el uso de fondos lavados en procesos electorales, que es una cosa distinta.
Lula, que en su momento fue procesado por sus vínculos con Odebrecht, es ahora nuevamente presidente de Brasil. Jorge Barata, quien relató esta historia, boicoteó su propia presentación en el juicio y no volvió a contarla. Humala, que pudo haber sido absuelto si su defensa se hubiera concentrado en ese relato, no hizo el menor esfuerzo por enfatizarlo. Y ahora, la señora Heredia cuenta con la protección del gobierno brasileño.
Aquí hay piezas que no encajan. O quizá, en realidad, encajan demasiado bien.
En cuanto al fondo del caso, la sentencia ratifica una regla que jamás debió ponerse en duda: se puede lavar activos en campañas políticas del mismo modo que se puede lavar activos en cualquier otra actividad económica. La cuestión no gira en torno al uso de fondos no registrados, sino al uso de activos provenientes de esquemas de lavado previamente estructurados, y esto es completamente distinto.
La parte más compleja viene a continuación. Para que haya lavado de activos, se requieren al menos dos personas: una, la que coloca los fondos, debe saber que está cometiendo un delito. La otra puede saberlo con claridad —y entonces habrá que probar cómo lo supo—, o puede haber sido engañada por la puesta en escena del lavador, y entonces será inocente. Pero entre ambos extremos hay una extensa zona gris, en la que no queda claro si quien recibe los fondos sabe, en parte o completamente, lo que ocurre, o si simplemente no tenía manera posible de saberlo.
El caso Humala-Heredia —como también el caso contra la señora Fujimori— no trata sobre fondos irregulares o no declarados usados en campañas políticas. Trata sobre fondos lavados y sobre las condiciones en que puede atribuirse responsabilidad penal a quien se ha sentado en la mesa con alguien que está lavando activos. Según la fiscalía, el lavador en esta historia es Jorge Barata, aunque él jamás ha admitido tal condición. Las teorías disponibles para atribuir responsabilidad a quien recibe fondos lavados son tres: la ceguera voluntaria (ponerse deliberadamente una venda en los ojos), la existencia de deberes especiales de control sobre el origen de los los fondos que se reciben, o la prueba del conocimiento real que el receptor tuvo sobre lo que estaba ocurriendo. Elegir entre estas opciones no es tarea fácil, pero es indispensable en un caso de esta naturaleza.
Sin embargo, el tribunal, en la versión resumida de la sentencia leída el martes 15, no explica por cuál de estos criterios ha optado. Y esa elección es decisiva, no solo para conocer con claridad los fundamentos de su decisión, sino también para prever el impacto que esta tendrá sobre un proceso que arrastramos desde hace años sin una resolución definitiva: el caso contra la señora Fujimori.
Esta primera parte de la historia ha concluido. Pero lo ha hecho dejando abiertas incógnitas que aún esperan una respuesta definitiva.
Director de Azabache Caracciolo Abogados. Abogado especializado en litigios penales; antiguo profesor de la Universidad Católica y de la Academia de la Magistratura. Conduce En Coyuntura, en el LRTV y “Encuentros Muleros” en el portal de La Mula. Es miembro del directorio de la revista Gaceta Penal y autor de múltiples ensayos sobre justicia penal.