Cuando uno llama a alguna dependencia, pública o privada, es común que responda una grabadora, solicite una serie de números (DNI, razón de la llamada, etcétera) y después de ese proceso le anuncie un tiempo de espera. Este puede ser breve, largo o interminable. Conforme pasan los segundos y minutos, la ansiedad va aumentando, luego la frustración y, eventualmente, la ira. Puede tratarse de un trámite bancario, de telefonía o de una emergencia de salud, lo que determinará la intensidad de las reacciones emocionales. Suele ser un entrenamiento forzado de la paciencia o acaso la resignación.
Ahora bien, si esto es lo que ocurre en un lapso de tiempo que se cuenta en minutos, es difícil imaginar lo que siente una víctima de una secta educativa o religiosa en la que se practican abusos sexuales. En el caso del Sodalicio, estamos hablando de décadas. Yo mismo dije en el 2001, en un programa de televisión en canal N, dirigido por Cecilia Valenzuela, que lo más probable es que una secta como esa, en donde se aísla a los reclutados y se les lava el cerebro, ese poder desemboque, tarde o temprano, en abusos sexuales. Además de psicológicos, sobra decirlo. En ese mismo programa dieron su testimonio ex sodálites que habían logrado escapar del férreo control de la organización.
Siempre me sorprendió que no me hayan enjuiciado, tal como lo hicieron con Pedro Salinas, Paola Ugaz, o Daniel Yovera. Acaso porque en ese tiempo su estrategia era permanecer en la oscuridad. Un juicio a inicios de siglo, pese a que seguramente lo habrían ganado, dado que -me consta por algún careo que tuve en la fiscalía contra ellos muchos años después-, su dinero les permitía pagar a los más caros estudios de abogados del país, habría apuntado los reflectores sobre ellos. En esa época jugaban la carta de permanecer en la sombra. El libro de Salinas y Ugaz los sacó de esa comodidad. Los testimonios contundentes que ahí se relatan, así como el documental de Al Jazeera sobre sus actos violentos y corruptos en Piura, los hicieron cambiar de estrategia y pasar a la ofensiva. Mientras tanto, las víctimas seguían sufriendo en silencio, viendo cómo la justicia no llegaba. Pedro, Paola y Daniel pasaron un vía crucis debido a los largos y poderosos tentáculos del Sodalicio enroscados en el Poder Judicial.
Algo similar ha ocurrido con el caso del cardenal Cipriani. La víctima cuya denuncia hizo que el Vaticano castigue al sacerdote, era un menor de edad a quien el Opus Dei ninguneó y fue increpado por familiares lejanos próximos a Cipriani, como ha revelado Rosa María Palacios en X (antes Twitter). Lo que desvirtúa la afirmación de Cipriani de que él no fue informado del proceso. Si el Opus sabía, ¿cómo no sabría él que era -¿es?- uno de sus miembros más destacados? Esa víctima de actos de pederastia debió esperar treintaicinco años antes de ver que, en alguna medida, se hacía justicia en su caso.
El alcalde de Lima pensó que era un buen momento para hacerle un desagravio a su pastor exilado por el castigo papal. Ese tiro salió con fuerza por la culata. Al sacar a Cipriani a la luz del día, desató la tormenta que ahora se abate sobre sus cabezas, pues el castigo papal era un secreto a voces, pero ningún medio lo había publicado. Menos aún uno de la influencia de El País de España. La carta negacionista de Cipriani ha empeorado su situación, pues El País, quien no le teme al ex arzobispo de Lima, al alcalde o al Opus, ha reincidido con más detalles sobre el caso, recordándole que, según el Vaticano, el castigo continúa “en vigor”.
Esto se asemeja a los millones de mujeres víctimas de violación que aguardan en silencio, durante veinte o treinta años, antes de atreverse a denunciar a sus perpetradores. El problema es que enfrentarse al poder no solo del abusador, sino de la impunidad que las sociedades conservadoras como la nuestra les otorgan, convierte al acto de denunciar en un riesgo heroico. Gracias a los tiempos que corren, más y más mujeres están saliendo a dar su testimonio de años de dolor reprimido. Esto es lo que en psicoanálisis se conoce como el efecto a posteriori: las víctimas no sienten que puedan decir lo que les ha ocurrido en ese momento, pues intuyen que saldrán perdiendo. Por lo tanto, reprimen lo sufrido y pretenden olvidarlo. Hasta que algo ocurre, mucho tiempo después, que les permite encender la bomba de tiempo y decir lo que parecía indecible.
Por eso es digno de ser destacado lo que está ocurriendo en todos estos casos, ya sean abusos por parte de integrantes de sectas religiosas o violaciones en la intimidad del hogar. La altísima frecuencia de estas situaciones solo se entiende si se toma en cuenta la connivencia de la sociedad. Y por eso es necesario subrayar la importancia de que el Papa Francisco haya recibido en audiencia privada a Salinas y Ugaz, así como a José Enrique Escardó, quien nunca bajó los brazos durante tantos años, para denunciar los abusos de los que fue víctima por parte del Sodalicio.
Son tiempos desoladores los que estamos viviendo los peruanos. Las mafias gozan de una impunidad nunca antes vista. En una declaración de sinceridad involuntaria, que los psicoanalistas conocemos como un lapsus en el que emerge el inconsciente, el Ministro del Interior afirma en público que quisiera tener la solidez de las organizaciones criminales. La suya, parece, hace agua. En esa soledad, estos actos de justicia reconfortan y dan esperanza. Nos hacen recordar que el dolor de las víctimas es, al fin y al cabo, nuestra reserva moral.
Jorge Bruce es un reconocido psicoanalista de la Pontificia Universidad Católica del Perú. Ha publicado varias columnas de opinión en diversos medios de comunicación. Es autor del libro "Nos habíamos choleado tanto. Psicoanálisis y racismo".