El último día del año, la ciudad de Pisco lo celebró quemando una muñeca de seis metros que representaba a Dina Boluarte. La noticia dio la vuelta al mundo. Esa misma noche, la persona cuya efigie fue incinerada en la ciudad del sur dio un discurso de fin de año en el que aseguraba que estamos viviendo en el mejor de los mundos. Una de las pocas personas que vio y escuchó, incluso desmenuzó, el discurso fue Rosa María Palacios. Remito a los lectores a su artículo en La República (“La sonrisa de Dina”), en donde se toma el trabajo de repasar con admirable paciencia los aspectos delirantes del texto.
Está claro que el 2025, declarado por el Gobierno como “Año de la recuperación y consolidación de la economía peruana”, es cualquier otra cosa. Por ejemplo, lo que anunciaba la película de Peter Weir de 1982 (“El año que vivimos peligrosamente”). Esto ya es una realidad para los peruanos desde hace un buen tiempo, pues vivimos asediados por la violencia y la corrupción. El sensacionalismo noticioso es nuestro pan de cada día (con el aumento de la pobreza esta expresión está perdiendo su sentido). Desde el prostíbulo congresal hasta las conservas podridas de Qali Warma, pasando por los asesinatos de Nilo Burga y Andrea Vidal, los peruanos vamos perdiendo la capacidad de asombrarnos.
Si mañana nos dicen que en Palacio de Gobierno se ha montado una red de hechicería, levantaríamos los hombros en señal de indiferencia. El breve presidente Merino aseguró, en una entrevista televisada en Tumbes, que el expresidente Vizcarra le había dejado en su oficina un gallinazo cojo, afirmando que era un conjuro para que le vaya mal. Parece que funcionó, por lo demás.
El problema de perder la capacidad de asombro es que de este modo se anestesia el interés y la curiosidad por participar en nuestro destino político, comunitario. Por eso Dina Boluarte puede afirmar que las encuestas no le preocupan, pese a que el error estadístico hace que su aprobación sea cero. El medio norteamericano The Intercept le dedicó un texto titulado Meet the world’s least popular president (“Conozcan a la presidenta menos popular del mundo”).
Nada de esto parece inmutar a la mayoría de nuestros políticos en cargos con capacidad de decisión. Rosa María Palacios da en el clavo cuando enfatiza la sonrisa de Dina mientras daba su discurso de fin de año, y los pisqueños la cancelaban entre llamas y risas. El problema es que la población también ha sido cancelada por ella y todos los políticos que se agitan, dado que se acerca el año electoral. Así como Boluarte no existe para todos los efectos prácticos, quienes cortan el jamón hace rato que han prescindido de la opinión pública. Y dicha opinión pública lo sabe.
Los que nos gobiernan son fantasmas —como los prófugos Vladimir Cerrón y Nicanor Boluarte—, pero los gobernados también lo somos. Las decisiones de peso siempre se han tomado al margen de las mayorías, pero hasta Fujimori y Montesinos procuraban mantener un aura de respetabilidad, refrendada por el apoyo de un importante sector de la población. Incluso Montesinos, que durante algunos años vivió en la sombra, se vio obligado a exponerse a la luz. Y como a los vampiros, incluido el poderoso conde Orlok (Nosferatu), que se puede ver estos días en la cartelera limeña, le fue fatal esa exposición. La codicia, no en balde, es un pecado capital. No hay que ser creyente para darse cuenta de que esa lección bíblica condensa una sabiduría ancestral.
Con el triunfo —hoy parece irreversible— de la anomia y el lumpenaje a todo nivel, este es efectivamente el año de todos los peligros. Incluido, en lo que a mi profesión de psicoanalista concierne, el peligro de sumirnos en una depresión anxiógena, en donde el único impulso para el que nos dan las fuerzas cada vez más exiguas sea el de huir a como dé lugar. Va a ser muy arduo, digno de Sísifo, el empeño por revertir este baile de fantasmas.
Da la impresión de que hemos entrado en un período expectante, en el cual el hampa es la única fuerza que parece tener un futuro tan promisorio, o más, que su presente. Alberto Vergara, en su último artículo en este diario (“Una alianza para el progreso criminal”), advierte que nos estamos deslizando irremisiblemente hacia el descontrol social, “consecuencia inevitable de la demolición firme y a conciencia del Estado de derecho y de la democracia”.
PUEDES VER: El miedo a la memoria, por Jorge Bruce
El aumento exponencial de las cifras de homicidios apuntala esa mirada. Sin embargo, el ministro Santiváñez sigue impertérrito como titular del Interior. Por donde miremos, constatamos la desconexión entre la realidad y los gobernantes. El principio de realidad ha sido progresivamente erosionado, para dar paso al principio de placer, pero solo para que lo disfruten quienes representan a los intereses mafiosos en el régimen. Los demás somos el precio que están dispuestos a pagar para seguir encaramados en esa posición de goce.
Aun así, cada vez que se exponen en público, las expresiones de desagrado les recuerdan que son repudiados. Incluso odiados. El desafío es convertir ese repudio, ese odio, en una o varias opciones políticas capaces de canalizar esos afectos negativos y concretarlos en propuestas de retorno al Estado de derecho, a la limitación de los poderosos intereses mafiosos. Suena utópico, me queda claro. Pero las utopías, una vez aterrizadas, permiten avanzar, construir, convivir. Es un programa mínimo, pero es indispensable. De lo contrario, seguiremos siendo tan prescindibles como la muñeca de Dina, gestos simbólicos pero inconducentes.
Jorge Bruce es un reconocido psicoanalista de la Pontificia Universidad Católica del Perú. Ha publicado varias columnas de opinión en diversos medios de comunicación. Es autor del libro "Nos habíamos choleado tanto. Psicoanálisis y racismo".