Vivimos una nueva era política en el planeta. La democracia, como régimen político liberal, ha perdido la hegemonía que tenía y surgen, cada vez más, gobiernos autoritarios que desprecian abiertamente sus principios centrales. Su peso es cada vez mayor y están poniendo en jaque arreglos institucionales globales.
Nacen de procesos electorales legítimos, pero usan rápidamente el poder obtenido para modificar los marcos institucionales de acuerdo con sus planes, alterando principios constitucionales vigentes o tergiversando tratados internacionales en materia de derechos humanos. A menos de una semana de asumir el cargo, el caso del presidente Donald Trump es ya un ejemplo.
Este lunes, el presidente Trump firmó una orden ejecutiva que eliminaba el derecho a la ciudadanía por nacimiento para los hijos de inmigrantes, tanto ilegales como legales pero temporales. Esta resolución choca con la Constitución norteamericana, según plantean 22 estados, entre ellos Washington, Arizona, Illinois y Oregón, que han conseguido hace dos días que un juez suspenda temporalmente su aplicación. El equivalente al ministro de Justicia del gobierno de Trump ya anunció que se avecina una guerra legal.
Pero, junto con medidas que afectan directamente derechos constitucionales en Norteamérica, el presidente Trump ha decidido dejar en claro su desprecio por instituciones y acuerdos globales. Retiró a Estados Unidos de la Organización Mundial de la Salud y del Acuerdo de París. Ambas decisiones afectan al planeta, sobre todo en este tiempo de crisis climática.
Entender las bases ideológicas y las narrativas que consolidan estos proyectos se torna relevante.
Muchos de los votantes de Trump se identifican y se movilizan por el eslogan central de su campaña “Make America Great Again” (Hagamos grande a Estados Unidos otra vez), que aparece con las siglas MAGA en toda publicidad. Una lectura rápida permite identificar que el centro del mensaje está anclado en un pasado admirable, idealizado, romantizado, acompañado de un aire épico pero que se perdió.
Es una relectura de la historia, desde un lente simplificador, que ubica al pueblo norteamericano como forjador de una nación gloriosa, justa y segura. Casi como cuento para niños, de guion de película de Disney. Esta relectura simplificadora se plantea, además, como refugio ante el laberinto en el que vivimos hoy, de un mundo globalizado con múltiples contradicciones, inseguro y en riesgo permanente.
Como plantea Anne Applebaum, la nostalgia restauradora como dispositivo ideológico y narrativo permite la fuga del presente que genera ansiedad y encuentra soluciones a la complejidad desde la lógica de la restauración, acompañada de mentiras medianas –o medias mentiras– que alimentan teorías conspirativas que identifican a chivos expiatorios como la explicación de los problemas.
Siguiendo a Applebaum, esta manera de construir una mirada política se asocia con la identificación –o construcción– de un enemigo tanto externo como interno. Alguien que ha penetrado en nuestras sociedades y las corrompe, sean poblaciones migrantes en algunos casos, élites acusadas de traicionar los intereses de la patria o corrientes de pensamiento que imponen restricciones. El mundo se divide así en buenos y malos.
La lógica de polarización se instala como forma de gobierno y se vuelve el componente principal del discurso oficial, apelando a una suerte de gesta permanente, de cruzada legitimada en términos morales. El enemigo que ha corrompido a la sociedad lo hace socavando instituciones esenciales como la familia. En esta cadena, el odio es el siguiente eslabón.
El discurso inaugural de Trump calza perfectamente en esta lógica. Veamos algunos de los fragmentos más representativos: “A partir de hoy, nuestro país florecerá y volverá a ser respetado en todo el mundo. Seremos la envidia de las naciones, y no permitiremos que se sigan aprovechando de nosotros… Nuestra soberanía será reclamada. Nuestra seguridad será restaurada. Se reequilibrará la balanza de la justicia… Tenemos un gobierno (saliente) que no puede gestionar ni siquiera una simple crisis… no protege a nuestros magníficos ciudadanos estadounidenses respetuosos de la ley, pero proporciona santuarios y protección a peligrosos delincuentes, muchos de ellos procedentes de prisiones e instituciones psiquiátricas, que han ingresado ilegalmente a nuestro país”.
El pasado glorioso es aludido permanentemente, la lógica de la restauración e incluso la superación hegemoniza el mensaje, que coloca en el centro al enemigo que debe ser combatido, tanto internamente, a migrantes ilegales causantes de la inseguridad, como externamente, a países que han minado la soberanía norteamericana y que no respetan su posición como cabeza de la geopolítica global.
Autodenominado pacificador, Trump se yergue como guía moral para su nación y para el mundo, asumiendo la presidencia de uno de los países más influyentes económica y militarmente en el planeta. Sus decisiones no son menores, no solo afectan a sus ciudadanos, nos afectan a todos y a todas.
Por más agobiante que sea el presente y sus complejos problemas y actores, no podemos caer en el encanto de las salidas simples y de los chivos expiatorios. Tenemos que volver a pensar las bases de nuestra democracia, que no pueden seguir conviviendo con exclusiones y desigualdades radicales y que sin duda requieren aprender a escuchar voces diferentes, pero desde la defensa de derechos esenciales, humanos, que no pueden ser relativizados y requieren ser defendidos hoy más que nunca.
Socióloga, con un máster en Gestión Pública, investigadora asociada de desco, activista feminista, ecologista y mamá.