Cada año, con una insistencia digna de mejores causas, mi hermana mayor porfiaba para que en la cena de Navidad no se preparara pavo. Apenas iba terminando noviembre cuando comenzaba su campaña: ¿Y por qué no un lechoncito? Delicioso, con papitas al horno. Dos semanas después, volvía a la carga: Un asado. Eso les gusta a todos. Con puré y varias ensaladas. ¿Ya? Unos días antes de la Nochebuena, la pobre se desgañitaba: ¡Por favor, por una vez, no comamos pavo!
Por supuesto que todos los años, desde que mi familia provinciana se mudó completita a Lima hasta que mi madre falleció y nos dispersamos cada uno por su cuenta, en casa se preparó pavo. Y puede decirse, tres generaciones después, que comer pavo en Nochebuena es tradición y que lo será por un buen tiempo más. Una tradición joven, importada, copiadaza, pero compartida por varios millones de limeños que cada 24 de diciembre perpetran el peor pavicidio de la región sólo para pegarse una empanzada y rematarla con una taza de chocolate y un buen pedazo de panetón
Es que, sí, pues, así somos los habitantes de esta ciudad. Ninguneamos las tradiciones criollas de la Navidad (a ver, ¿cuánto hace que usted no va a una misa de gallo?) y también aquellas que dejamos atrás al migrar hacia aquí, para abrazar entusiasmados una serie de costumbres que poco o nada tienen que ver con nosotros: el panetón italiano, el chocolate suizo, el pavo del Thanksgiving day norteamericano, los renos de Finlandia y los pinos de sabe Dios qué parte del hemisferio norte.
Pero, en medio de toda la feliz huachafada, la Navidad limeña refleja justamente algunas de las buenas cosas que también somos: abiertos al mundo, receptivos, cálidos, creativos, ecuménicos. ¿Quién si no nosotros junta arroz con mango, perro pericote y gato, agua y aceite? A ver, ¿quién?
Y aunque muchas de nuestras costumbres tienen más de moda que de tradición, igual cumplen su función de unir a las familias y darnos una pátina de eso que podría llamarse identidad colectiva. Y desde esa identidad colectiva -que todavía ningún sociólogo logra definir, pero que, sabemos, existe- me gustaría dejar algunas reflexiones para un día tan significativo como hoy, sea cual sea la creencia que usted profese.
Nada más escaso que la tolerancia en estos tiempos en que la polarización campea y rinde jugosos dividendos a políticos de derecha e izquierda que no tienen más que ofrecer que miedos, odios, rivalidades. Y hay que tolerar, incluso, las ideas discrepantes, las opiniones vociferantes, los comentarios ofensivos (siempre que no excedan los límites que marca la ley) y las preferencias ajenas, por chocantes que nos parezcan. Y tolerar incluye a todos: a la tía pesada admoradora de Bukele, Milei y Pinochet, hasta aquellos insufribles que, en sus redes, ponen “Patriota, Profamilia y libertario” para, enseguida, insultar y terruquear a todo el que se le oponga. Pero, ¿existe límite para la tolerancia? Sí. Lo único que no se puede tolerar es la intolerancia. ¿Por qué? Ya lo dijo Popper: “La tolerancia ilimitada conduce a la desaparición de la tolerancia”.
Este año ha sido, para el Perú, uno de los más desalentadores y frustrantes. Hemos sobrevivido a doce meses en los que se entremezcló un repelente cóctel de violencia, corrupción política, incompetencia gubernamental, represión, desastres y una tambaleante economía que parece irse al abismo. Difícil pedir esperanza en momentos como este, pero hay que recordar que los peruanos hemos salido de cosas peores: sobrevivimos al primer alanismo, al horror de Sendero Luminoso que puso a tantos peruanos entre la espada de la violencia y la pared del terrorismo de estado, al fujimontesinismo y su repulsiva herencia de envilecimiento y corrupción. Somos indestructibles. Si nos lo proponemos (y lo hemos hecho antes), podemos cambiar el curso de la historia.
Aquellos que creen, con fe religiosa, en las supremas bondades del liberalismo no suelen referirse demasiado a sus víctimas: millones de peruanos que ese liberalismo individualista y salvaje ha dejado al margen del desarrollo y la plenitud de derechos. Hoy es un buen día para reflexionar por qué quienes han sido más beneficiados por el sistema son los más indiferentes, por ejemplo, a la muerte de ciudadanos cuyo único delito es contra este estado de cosas. Y esa indiferencia, por cierto, incluye a los hijos de esos sectores. ¿No es acaso una vergüenza para todos -y no sólo los gobernantes- que todavía haya niños peruanos que caminan casi descalzos a ruinosas escuelitas andinas? Tenemos que pensar en ellos como en nuestros hijos y construirles un presente y un futuro que les empareje el piso para que sean ciudadanos con plenos derechos. Si no, no nos quejemos luego de las consecuencias. Las conocemos bien.
Y así como ellos merecen una vida mejor, nosotros, quienes vivimos en sectores con menores carencias, también debemos interiorizar que merecemos algo mejor que aquello que nuestras malas elecciones han puesto en el poder. No es aceptable la impasividad con que la mayoría mira cómo los políticos que gobiernan (nuestros empleados) destruyen nuestras instituciones, sostienen economías ilegales, depredan nuestros recursos y, por si fuera poco, prostituyen todo lo que tocan. Este día de reflexión también debe ser un día en que nuestra dignidad como ciudadanos despierte. Y se ponga en acción.
Periodista por la UNMSM. Se inició en 1979 como reportera, luego editora de revistas, entrevistadora y columnista. En tv, conductora de reality show y, en radio, un programa de comentarios sobre tv. Ha publicado libro de autoayuda para parejas, y otro, para adolescentes. Videocolumna política y coconduce entrevistas (Entrometidas) en LaMula.pe.