Salhuana y las visitadoras, por Raúl Tola

"Para un cerebro sin contaminar, esta sería una crisis terminal, un parteaguas social, moral y político. Pero en la evaluación que hace, por ejemplo, alguien como Eduardo Salhuana, se trata de un problema doméstico”.

Esta mañana me llamó un periodista español para comentarme asombrado (más bien diría, verdaderamente estupefacto) los detalles y sordideces del escándalo político más extravagante del que nunca tuvo noticia: la existencia de una red de prostitución al interior de un Congreso, el peruano. Durante un rato pasamos revista a los detalles de la historia que involucra a Jorge Torres Saravia, quien fuera jefe de la Oficina Legal y Constitucional parlamentaria, acusado de organizar el servicio, y que, como sabemos, saltó a los titulares cuando Andrea Vidal, que trabajaba con él, fue asesinada por dos sicarios que dispararon cuarenta balazos contra el taxi que la llevaba a su casa.

Pero, a medida que conversábamos, descubrí que lo que realmente sorprendía a mi amigo no eran estos hechos, o los que vinieron a continuación: las declaraciones de Juan Burgos, presidente de la Comisión de Fiscalización («Se trataría de involucrar favores sexuales para doblar los votos»), los desesperados intentos de César Acuña y Alianza para el Progreso por distanciarse de Torres Saravia, la sorpresiva llegada de los agentes de la Fiscalía Especializada en Trata de Personas a la Oficialía Mayor o los esfuerzos de Eduardo Salhuana, presidente de la Mesa Directiva del Congreso, por administrar esta crisis que ha llevado a varios de sus colegas a pedir su destitución.

Lo que en verdad lo tenía asombrado era la ligereza con que, decía, la prensa peruana venía informando sobre el tema. Asegurar que alguien encabezaba una red de prostitución (o sea, ha ejercido el proxenetismo), que esta se empleaba para chantajear o pagar favores políticos, y vincularla con un horrendo crimen de sangre, como la muerte de Andrea Vidal, le parecían acusaciones demasiado graves como para aparecer en las primeras planas o los titulares de la televisión, sustentadas solo por lo que percibía como una mezcla de especulaciones y testimonios anónimos.

Intenté explicarle que no era así, que la denuncia había aparecido en toda clase de medios, incluidos aquellos que —me consta— no lanzarían semejantes informaciones sin haberlas cruzado apropiadamente. También que el caso había abandonado la esfera periodística y estaba en manos del Ministerio Público y la Comisión de Fiscalización, que habían abierto investigaciones oficiales. Finalmente, que las respuestas desde el Congreso habían sido de una tibieza delatora y una alarmante incoherencia, en especial las de Salhuana, quien había negado la existencia de la red de prostitución, pero, a raíz del caso, se había apresurado a declarar en reorganización los departamentos de Administración, Logística, Recursos Humanos, Finanzas, Tecnología y Servicios Generales del Legislativo, había anunciado una revisión «exhaustiva» de las hojas de vida de sus trabajadores y, por último, había encargado la dirección de la controvertida Oficina Legal y Constitucional, acéfala desde la salida de Torres Saravia, al miembro de la Coordinadora Republicana, panelista del movimiento de extrema derecha La Resistencia y militante de Avanza País, Ángel Delgado.

Colgué con la sensación de no haberlo persuadido y, después de darle muchas vueltas, comprendí que el problema no eran las prácticas que el periodismo peruano había exhibido en este caso, ni siquiera las más indecentes y sensacionalistas. Sino que el acelerado proceso que nuestro país vive desde hace años, gobernado por las mafias del crimen organizado y sus aliados de circunstancia, nos ha llevado a tales niveles de degradación que los hechos más imposibles, aquellos que en condiciones normales excederían los confines de la imaginación, se han vuelto cotidianos.

En otras palabras, a mi amigo le faltaba contexto, esa apertura de mente que solo se consigue exponiéndose a la avalancha cotidiana de noticias como esta en que se ha convertido la política peruana, una sucesión de robos de medio pelo, abusos de poder, atentados contra la legalidad y ajustes de cuentas que ha escalado hasta cambiar nuestra percepción de las cosas, lo que vuelve perfectamente verosímil, poco menos que inevitable, la existencia de un servicio de visitadoras en el Parlamento. Para un cerebro sin contaminar, esta sería una crisis terminal, un parteaguas social, moral y político. Pero en la evaluación que hace, por ejemplo, alguien como Eduardo Salhuana, se trata de un problema doméstico, que se resuelve despidiendo a una persona, poniendo en su lugar a un alfil, lanzando un par de anuncios populistas, y ni siquiera amerita suspender el viaje protocolar a China que ha realizado en medio de esta tempestad, ya no digamos renunciar.

¿Tendría que llamarnos la atención que el 2024 se cierre con este caso patético y siniestro? Para nada. En las sumas y restas, el que termina quedará como el año de la consolidación de un proyecto corrupto, autoritario y clientelar, nacido del ayuntamiento de unos extremos que se presentaron como enemigos irreconciliables, pero comparten unos intereses superiores a sus diferencias, y que se han dedicado a destruir el Estado de derecho, a deshacer los equilibrios constitucionales, a engullir las instituciones de la democracia, a promulgar leyes que le facilitan la vida a la criminalidad, a desmantelar reformas tan necesarias como la universitaria y a cambiar las reglas del juego electoral para perpetuarse en el poder.

Sería candoroso pensar que, llegados a este extremo, piensen levantar el pie del acelerador. Al contrario, las maniobras que hemos visto hasta ahora son apenas un precalentamiento para el 2025 que se abre, donde comenzarán a pelearse las próximas elecciones generales, el capítulo final del asalto al poder. En el camino, veremos más escándalos surrealistas, más reformas constitucionales descabelladas, más beneficios para las economías paralelas (¿una nueva prórroga del Reinfo?), mientras se sigue envileciendo la lucha contra el crimen y la función policial, se lanza una ofensiva en toda regla para capturar al Ministerio Público y al Poder Judicial, y, de seguro, al dejar de resultarles funcional, se cocina la caída en desgracia de Dina Boluarte.

A este escenario cataclísmico solo puede hacer frente ese 95% de los peruanos que rechaza por igual al Congreso y al Gobierno, que, si fuera coherente, debería votar en masa por una verdadera regeneración de nuestra clase dirigencial. La atomización del voto, la falta de figuras de recambio y la frenética actividad del pacto de Gobierno pueden hacer que mantener esperanzas parezca de ingenuos, pero no queda otra alternativa si pretendemos evitar que aquella terrible sentencia de Pablo Macera, «El Perú es un burdel», se convierta en un amable epitafio.

Raúl Tola

El diario negro

Raúl Tola. Autor de contenidos y de las últimas noticias del diario La República. Experiencia como redactor en varias temáticas y secciones sobre noticias de hoy en Perú y el mundo.