La acumulación de trabajos, viajes y lecturas obligatorias me hicieron llegar tarde a En agosto nos vemos, aparecida diez años después de la muerte de Gabriel García Márquez, y a Invitación al viaje y otros cuentos inéditos, publicado a treinta años de la desaparición de Julio Ramón Ribeyro. Por fin he podido leerlos esta semana, uno tras otro, casi de corrido, y ha sido una experiencia hipnótica, a ratos deslumbrante y, sobre todo, conmovedora. Tratándose de dos autores primordiales, aquellos que hicieron de mí ese joven lector que aspiraba a escribir algún día sus propios libros y que me acompañaron con una fidelidad inquebrantable a lo largo del tiempo, han sido reencuentros que exceden de largo lo exclusivamente literario. Es como si un ser querido —pongamos, mi papá— resucitara de pronto y volviera a hablarme.
Lo primero que leí de García Márquez fue El amor en los tiempos del cólera. Estaba en tercero de secundaria y fue parte del curso de literatura que dictaba Paco Solís, el profesor bohemio. Recuerdo la impresión que me llevé a medida que me adentraba en las páginas del romance imposible entre Florentino Ariza y Fermina Daza. Hechizado por esa prosa caudalosa y sensual que parecía nombrar de nuevo al mundo, en un momento pensé lo mismo que García Márquez cuando leyó a Kafka o Rulfo: ¿esta vaina se puede hacer?
La impresión se acentuó con Los funerales de la Mamá Grande, Crónica de una muerte anunciada, El general en su laberinto o El otoño del patriarca. Para entonces había entrado a la universidad y compraba las novelas de García Márquez a precio de saldo en un puestecito de segunda mano que solía instalarse junto a la puerta de la Católica. Pero nada se comparó con el impacto que me causó Cien años de soledad, que leí en un ejemplar de la histórica edición de Sudamericana que encontré en la casa de mi abuela y que, como correspondía, procedí a hurtar de inmediato.
Los días siguientes viví en estado de trance, sumergido en el mundo paralelo, autosuficiente, con sus propias reglas, emancipado de la realidad real del Macondo de la familia Buendía. Por entonces no era consciente, pero parte del embrujo se debía a que, en Cien años de soledad, García Márquez logró acercarse como nadie a esa aspiración que es la novela total, microcosmos del universo humano que, en su abundancia, es capaz de abarcarlo todo, desde lo más humilde hasta lo más vasto. Entre otras muchas razones, esto la ubica en el umbral de las mayores cumbres de la literatura universal, con El Quijote, Guerra y paz, Los hermanos Karamazov o Ulises.
Me hubiera encantado conocer a García Márquez, aunque fuera de pasada, como le ocurrió a él con Hemingway, a quien alcanzó a ver en 1957, en París. Se lo encontró caminando por el bulevar de Saint-Michel con su esposa, Mary Welsh, y, por una fracción de segundo, no supo si acercarse para hacerle una entrevista o expresarle su admiración. «Para ambos propósitos, sin embargo, había el mismo inconveniente grande: yo hablaba desde entonces el mismo inglés rudimentario que seguí hablando siempre, y no estaba muy seguro de su español de torero. De modo que no hice ninguna de las cosas que hubieran podido estropear aquel instante, sino que me puse las manos en bocina, como Tarzán de la selva, y grité de una acera a la otra: “Maeeeestro”. Ernest Hemingway comprendió que no podía haber otro maestro entre la muchedumbre de estudiantes, y se volvió con la mano en alto, y me gritó en castellano con una voz un tanto pueril: “Adioooós, amigo”».
En agosto nos vemos está muy lejos de la ambición totalizadora de Cien años de soledad y de la perfección formal de otra novela breve como Crónica de una muerte anunciada. Cuenta la historia de Ana Magdalena Bach, una profesora que, todos los agostos, vuelve a la isla donde enterraron a su madre y que, en una de esas visitas, descubre los placeres secretos del adulterio. Se trata de una rareza dentro de la obra de García Márquez por dos razones: tiene a una mujer como protagonista y ocurre en un horizonte de tiempo más o menos contemporáneo. Su comienzo es deslumbrante, un reencuentro con el ritmo embrujado, adictivo de una prosa única, con esas frases largas y tórridas, cargadas de adjetivos sorprendentes. Pero esta impresión se diluye a medida que se avanza en la historia, que no acaba de cerrar, por ratos se vuelve esquemática o se enreda, y deja entrever el problema de fondo que aquejaba a su autor y que, al final, lo hizo descartar el proyecto: la pérdida de memoria. Como confesó a sus hijos: «La memoria es a la vez mi materia prima y mi herramienta. Sin ella, no hay nada». Perderla es letal para un novelista, pues le impide mantener la coherencia interna de la ficción e, incluso, distinguir si el libro es bueno o malo.
Aunque fugazmente, a Ribeyro sí lo conocí. La tarde del remoto invierno de 1993 en que me lo crucé en la avenida Diagonal se le veía tan tranquilo que era imposible imaginar que, solo un año y medio más tarde, el cáncer incubado por una vida de fumador empedernido lo terminaría matando. Esa vez, venciendo mi timidez y el temor a su fama de huraño, me atreví a saludarlo e incluso intercambiamos algunas palabras.
Como García Márquez, a Ribeyro comencé a leerlo en el colegio y seguí haciéndolo, con intensidad, casi compulsión, en mis primeros años de universidad. Era una de las razones por las que, en lugar de tomar una ruta más directa, prefería ir y volver de la Católica en el largo recorrido del Chama, que conectaba Monterrico con San Miguel luego de un rodeo de dos horas por Benavides, Pardo, Pezet, Salaverry y la avenida Bolívar. Casi escondido en el asiento del fondo reía, me exaltaba y sufría con La palabra del mudo, haciendo pausas entre cuento y cuento para asomarme por la ventana y descubrir, detrás de la neblina, en las casitas de Miraflores y Magdalena, los edificios de la residencial San Felipe, el aparatoso tráfico de la Plaza Dos de Mayo o el curso de la avenida Brasil, los paisajes que Ribeyro retrataba con esa mezcla de humor, pesimismo, agudeza y nostalgia, en los que pululaban oficinistas, fumadores, pensionistas, seres marginales, comensales de borracherías y escritores frustrados.
Estos personajes reaparecen en Invitación al viaje y otros cuentos inéditos, un conjunto con que la obra de Ribeyro alcanza un número redondo: cien relatos publicados. Aunque no alcancen la brillantez de Solo para fumadores, La insignia, Los gallinazos sin plumas, Al pie del acantilado o Silvio en El Rosedal, al menos dos, Monerías y, sobre todo, Invitación al viaje, hacen recordar, por su precisión y despliegue de recursos, al Ribeyro en plena forma, capaz de diseccionar las grandezas, miserias, contradicciones, derrotas y victorias de la condición humana.
Sobre En agosto nos vemos, García Márquez dijo: «Este libro no funciona. Hay que destruirlo». ¿Está bien que lo leamos? ¿Debieron sus herederos mantenerlo en las sombras del archivo de la Universidad de Texas, incluso lanzarlo a la hoguera? ¿Y en el caso de Ribeyro, que era tan exhaustivo con su trabajo, sometiendo cada cuento a un exigente proceso de edición y solo publicaba aquellos que alcanzaban su ideal de perfección? ¿Debieron ser rescatados estos cinco inéditos de su archivo de París para ser entregados a la imprenta?
Personalmente, no tengo ninguna duda. Agradezco profundamente a quienes me han dado la posibilidad de volverme a encontrar con las voces familiares de García Márquez y Ribeyro, a quienes tanto echaba de menos. No me importa que ambos libros sean menores, marginales dentro de la producción de estos gigantes, de quienes leería todo (cuentos, novelas, cartas, anotaciones), y que, estoy seguro, siempre sabrían sorprenderme y decirme algo nuevo. A fin de cuentas, las imperfecciones de En agosto nos vemos e Invitación al viaje y otros cuentos inéditos no empañarán las figuras de dos escritores monumentales y, acaso, nos servirán para entenderlos mejor, además de permitirnos ratos tan buenos como los que he pasado leyéndolos.
Raúl Tola. Autor de contenidos y de las últimas noticias del diario La República. Experiencia como redactor en varias temáticas y secciones sobre noticias de hoy en Perú y el mundo.