Incendio afecta tiendas del Royal Plaza en Independencia

La normalización de lo inaceptable y de la capacidad de indignarnos, por Juan Luis Salinas

Creo que estamos en un estado de molestia constante; digamos que el vaso de nuestra paciencia está permanentemente casi lleno. Sin embargo, la infinidad de malas noticias impide que una nueva gota derrame el vaso, que motive a la acción. 

Últimamente pienso en noviembre de 2020, cuando el Congreso de aquel entonces, desaprobado por el 90% de la población (es decir, un poco más popular que el de ahora), metió a Manuel Merino por la ventana en Palacio Presidencial. Nos indignamos. No en defensa del depuesto Vizcarra, sino contra la desfachatez con la que el fujimorismo y sus secuaces intentaron imponernos un gobernante a su medida. Y en tan solo horas, nuestra indignación se convirtió en acción: un movimiento social de surgimiento espontáneo, la entonces llamada “Generación del Bicentenario”.

Mascarillas de por medio, salimos a las calles a lo largo de todo el país sin una demanda homogénea –que se vayan todos, que renuncie Merino y nombren a alguien aceptable, que vuelva Vizcarra, que se convoque a una constituyente, etc.–, pero impulsados por un mismo hecho y hermanados en la determinación de hacerle el pare a nuestras “élites” políticas. De decirles que, a pesar de todos los abusos a los que nos tenían acostumbrados, teníamos un límite; una línea roja que no podían cruzar. Los forzamos a escuchar. Se tiraron para atrás y, a regañadientes, nombraron un gobierno liderado por alguien que la gente aceptara.

Poco más de cuatro años después (que se sienten como diez), tenemos a la presidenta más impopular del mundo, acechada por escándalos de corrupción y escudada por ministros criminales o ineptos (o ambos). El Congreso es aún más desaprobado que en 2020. El pacto que lo domina y nos gobierna ha acelerado la erosión democrática, persigue a sus oponentes políticos, promulga leyes pro-criminalidad (agradezcámosles a ellos que no se pueda detener preliminarmente a criminales) y ha convertido el Palacio Legislativo, literalmente, en un burdel (¡y no un burdel respetable, como proponía una candidata en 2016!). La tasa de homicidios está en máximos históricos, las extorsiones azotan a transportistas, pequeños empresarios y personas naturales en todo el país, y hasta le han tirado dinamita a una sede de la fiscalía. Por si fuera poco, hasta la economía, ese aspecto que antaño sobrevivía al caos político, está significativamente peor. En pocas palabras, creo que la mayoría estaría de acuerdo en afirmar que estamos mucho peor que en 2020 (cuando ya estábamos mal).

Y, sin embargo, creo que ni el más optimista de nosotros ve una salida similar a la de hace cuatro años en el horizonte. Resulta difícil imaginar que las protestas de los transportistas demandando seguridad logren desencadenar un movimiento masivo, nacional y sostenido, similar al de 2020, que obligue al gobierno y al Congreso a corregir, al menos, sus más descarados excesos. Espero realmente estar equivocado, pero soy pesimista. Y si mi pesimismo es acertado, la pregunta que queda flotando es: ¿por qué antes sí fuimos capaces de hacerles el pare y ahora no?

La literatura académica menciona dos problemas clásicos que enfrentan los individuos descontentos con sus autoridades para participar en protestas: el problema de coordinación y el problema del "polizón" (o "free-rider"). El primero se refiere a la duda: ¿valdrá la pena organizar o asistir a una marcha si no sé si suficiente gente se unirá? Nadie quiere perder el tiempo en una causa destinada al fracaso. Y esta duda, al invadir simultáneamente la mente de muchas personas, paraliza y evita que la gente se una. El segundo problema, por otro lado, es el del polizón: si ya hay mucha gente protestando, ¿para qué arriesgarme yo si mi participación no hará una diferencia y, en caso de éxito, los beneficios llegarán igual?

Ambos problemas existen en el Perú. Por un lado, nos sentimos derrotados. El fracaso de las marchas contra Boluarte y la impunidad de la represión alimentan el problema de coordinación. ¿Quién quiere ser el primero en salir si sabe que puede terminar muerto o preso? Más aún, sin liderazgos visibles capaces de convocar, la incertidumbre sobre si eventuales protestas tendrán suficiente gente aumenta. Por otro lado, el razonamiento del "polizón" también se manifiesta en la desconexión entre la simpatía con la causa y la participación en las protestas que demandan más seguridad ciudadana. Una suerte de tercerización de la protesta: todos estamos afectados por la inseguridad, pero “que protesten (y se arriesguen) los transportistas a ver si les hacen caso”.

No obstante, estos problemas también existían en 2020. No había liderazgos claros, garantías de éxito, la amenaza de represión estaba latente y la tentación de dejarle el trabajo a los demás siempre existe. Y, aun así, salimos a las calles. ¿Qué cambió?

Creo que el problema de la movilización en el Perú de 2025 está un paso por detrás de estos problemas clásicos. Está en la pérdida de la capacidad de indignarnos.

La degradación acelerada de nuestra política en estos últimos cuatro años nos ha dado un curso intensivo en normalizar lo inaceptable. Las atrocidades de hoy no nos escandalizan como antes porque nos abruman por cantidad. Hace cuatro años, cada escándalo nos indignaba por días o semanas, dominaba la agenda pública por un periodo más prolongado. Hoy, en cambio, desgracia tras desgracia, apenas nos da tiempo de procesar (o incluso enterarnos de) cada una antes de que llegue otra peor. Si estoy indignado porque el Congreso se convirtió en un prostíbulo, mi atención se redirige rápidamente a la irritación porque tiren dinamita a una sede de la fiscalía, que a su vez es reemplazada porque nos quieren hacer creer que un testigo de un escándalo de corrupción se suicidó clavándose un puñal en la nuca.

Esto no significa que estos escándalos no nos molesten o indignen. Todo lo contrario. Creo que estamos en un estado de molestia constante; digamos que el vaso de nuestra paciencia está permanentemente casi lleno. Sin embargo, la infinidad de malas noticias impide que una nueva gota derrame el vaso, que motive a la acción. Porque nos han entrenado a esperar lo peor. A volvernos, hasta cierto punto, cínicos, pero no indiferentes. Y ese cinismo nos frena. Porque si algo hemos perdido en estos cuatro años de caos es la capacidad de identificar un hecho que nos una a todos al mismo tiempo para decir basta con fuerza. Hemos normalizado lo inaceptable porque ya nada nos sorprende.

En 2020, nuestra capacidad de identificar un hecho tan grotesco hizo que nuestra indignación superara los problemas de la movilización social. Hoy, aunque estamos igual de, o hasta más, hartos, ese hartazgo no encuentra ese último empuje, ese detonante, que nos haga pasar de la indignación a la acción.

Y ahí radica la tragedia: no es que falten motivos, es que nuestra indignación ya no alcanza. ¿Cómo recuperarla? Francamente, no tengo idea. Pero quizás esa es la pregunta que debemos empezar a hacernos con urgencia. Porque si la normalización de lo inaceptable es la anestesia que nos paraliza, la solución vendrá de reaprender a indignarnos juntos, de reconstruir nuestra capacidad de trazar líneas rojas y, sobre todo, de creer que cruzarlas tendrá consecuencias.

Juan Luis Salinas

Notas disidentes

Estudiante de la Maestría en Políticas Públicas en Asuntos Globales en la Universidad de Yale (EEUU) | Magíster en Ciencia Política y Relaciones Internacionales por la Pontificia Universidad Católica del Perú