No son pocos quienes se vienen preguntando en América Latina qué debemos —o podemos— hacer frente a los nuevos riesgos que plantea para la región el nuevo mandato de Trump, que arranca el próximo 20 de enero. Riesgos como la amenaza de proteccionismo y restricciones al libre comercio, la amenaza de tomar por la fuerza el Canal de Panamá o de ejecutar deportaciones masivas. No son muchas las voces que comparten ideas, pero las hay.
Especialistas de peso vienen diciendo cosas interesantes ante lo que se nos puede venir en la región con Trump II. Ideas y experiencias que abren perspectivas alentadoras sobre lo que podría hacerse desde América Latina, tomando la historia como referente.
Pese a la asimetría de poder existente, la historia nos demuestra, en efecto, que en momentos críticos del siglo XX la región sí pudo poner sobre la mesa sus intereses y generar acciones diplomáticas, coordinaciones efectivas y políticas autónomas que fueron históricamente decisivas.
Juan Gabriel Tokatlian, sólido analista internacional argentino y profesor en la Universidad Torcuato Di Tella (Bs. Aires), acaba de publicar (diario Clarín) una excelente nota con interesantes reflexiones al respecto. En ella concluye con una reflexión fundamental y precisa: “La experiencia del pasado puede ayudar a concebir acciones para el presente. Estarán las naciones que quieran actuar conjuntamente, algunas veces serán muchas, otras veces pocas”.
El evidente desbalance de poder entre EE. UU. y América Latina ha llevado a muchos, a lo largo de la historia, a la conclusión —¿constatación?— de que se estaría ante una inevitable relación desigual de poder.
Derrotismo fatalista equivocado. De ser válida esa lógica, la región habría estado lineal e históricamente sometida sin ningún juego o propuestas propias. Llegar a esa conclusión es equivocado, aunque no porque no haya un evidente desequilibrio.
Las diferencias de poder no solo son obvias, sino inmensas. Pero con adecuadas estrategias y capacidad de coordinación sí hay capacidad de actuar y reaccionar. Un histórico dato de la realidad es que en varias ocasiones se ha construido, durante el siglo XX, una articulación regional latinoamericana con ciertos éxitos en defensa de sus intereses y con autonomía de Washington.
Pongo aquí algunos ejemplos de cómo esa autonomía regional relativa se construyó, que fue decisiva para la paz regional y la paz interna en varios países.
Mientras las guerras internas asolaban en los 80 a los pueblos en países centroamericanos como El Salvador, Guatemala y Nicaragua, el curso de los acontecimientos parecía depender de las decisiones en Washington. Y, en mucho menor medida, del “contrapeso” que en la Guerra Fría ocupaban la Unión Soviética y Cuba.
La “guerra de baja intensidad”, lanzada a inicios de los 80 por el presidente Ronald Reagan, era lo esencial de la propuesta de Washington para esas tensiones en América Latina. Y, especialmente, para procesar/manejar los conflictos armados internos en El Salvador, Guatemala y Nicaragua.
Pero las cosas no tenían que ir necesariamente al ritmo de la batuta todopoderosa del “tío Sam”. Así lo entendieron algunos gobiernos latinoamericanos, que en ese contexto adverso se pusieron las pilas.
Así se creó el Grupo de Contadora (Colombia, México, Panamá y Venezuela) al que se sumaron, después, Argentina, Brasil, Perú y Uruguay. El Grupo aportó decisivamente en la pacificación centroamericana, propugnando —y facilitando— soluciones negociadas.
A partir de ello se iniciaron las tratativas para los acuerdos de paz finalmente celebrados con los que se “cerraron” las guerras internas en El Salvador o Guatemala. En todo lo cual la facilitación otorgada por México para las conversaciones de paz fue particularmente decisiva, así como el activo papel de Naciones Unidas: primero, con los buenos oficios para esas negociaciones de paz; y, luego, para la verificación in situ de los acuerdos de paz: ONUSAL en El Salvador y MINUGUA en Guatemala. Y un latinoamericano, Javier Pérez de Cuéllar, era el Secretario General.
Mientras se avanzaba en la paz centroamericana, en paralelo el Grupo de Contadora daba pasos, entre otras cosas, para hacer frente a la ley Helms-Burton (que buscaba disuadir la inversión extranjera y el comercio con Cuba mediante sanciones y restricciones). Junto con otros países de la región se solicitó al Comité Jurídico Interamericano (CJI) de la OEA que examinara la ley Helms-Burton que bloqueaba las relaciones comerciales latinoamericanas con Cuba.
Paso importante: el CJI, en decisión contundente, estableció que la ley Helms-Burton sí chocaba con el derecho internacional. Así, el gobierno de Bill Clinton no pudo sancionar a los países del continente por sus lazos con Cuba. Tema cerrado, pues.
Otra acción regional relevante, en un ámbito temático distinto, que suele ser del “ámbito especial” de los Estados Unidos. El 11 de septiembre de 2001, ante los hechos terroristas que se estaban produciendo en las Torres Gemelas, me tocó presentar, como canciller del Perú, a la asamblea de la OEA que se reunía en Lima en esa fecha, la urgencia de contar con una Convención Interamericana contra el Terrorismo.
Esta propuesta peruana fue aceptada, y fue por el empuje esencialmente latinoamericano que fue discutida en la región y, finalmente, adoptada en asamblea de la OEA (en junio de 2002), en esencia con base en el texto que el Perú presentó (épocas cuando el Perú tenía iniciativas de impacto internacional). Respuesta interamericana, pues, a los atentados terroristas para reforzar la legislación y la colaboración internacional en la lucha contra el terrorismo. Una época en que iniciativas en temas de seguridad, como ese, no tenían por qué venir siempre —y solo— de Estados Unidos.
Otro hecho, históricamente relevante, que destaca Tokatlian en su análisis: en 2003, en el Consejo de Seguridad de la ONU, Chile y México sostuvieron una postura de principios, basadas en el respectivo interés nacional, ante el intento de Estados Unidos de utilizar una resolución de 1991 para lanzar una segunda invasión a Irak.
Washington fracasó en el Consejo de la ONU. Y no solo no hubo retaliación, sino que entre EE. UU. y México se firmó ese mismo año un Acuerdo de Incentivo a las Inversiones. Y el Congreso aprobó en Washington, por su lado, el tratado de libre comercio chileno-estadounidense.
Ejemplos que muestran cómo, en condiciones complicadas y ante temas candentes, la región actuó con autonomía, dio respuestas concretas a temas urticantes (como el terrorismo) y frente a leyes y medidas estadounidenses. Y fue la región eficaz en basarse en espacios multilaterales o “minilaterales” (Grupo de Río o Contadora).
Como lo ha destacado Tokatlian, Trump II centrará la agenda interamericana en temas como aranceles, migración, narcotráfico y uso de la fuerza. La agenda, pues, ya está sobre la mesa.
En la agresividad en el uso de medidas arancelarias, violando las reglas de la OMC, la región puede y debe actuar, si el riesgo se materializa. Y hacerlo en coordinación/concertación con otras fuerzas —como China, Europa e India— fortaleciendo enlaces comerciales y actuando con esos países en la Organización de Comercio Mundial ante la posible arbitrariedad de Washington.
El asunto migratorio: poner sobre el tapete los derechos humanos, las normas universales e interamericanas sobre la materia y las decisiones de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos y de la Corte Interamericana.
Las expulsiones masivas están prohibidas por el derecho internacional. Y pueden llevar a la apertura de casos en el sistema interamericano, la Corte Internacional de Justicia, la Organización Internacional para las Migraciones o el Comité Jurídico Interamericano.
Finalmente, correspondería tratar regionalmente como completamente intolerables —porque lo son— los pronunciamientos violentos o amenazas. Como las que perpetra Trump a cada rato.
No es admisible que Trump (¿EE. UU.?) amenace con retomar el control del Canal de Panamá, cuando ya existe un tratado internacional, válido y perfecto (Torrijos-Carter), que tiene que ser respetado.
Abogado y Magister en derecho. Ha sido ministro de Relaciones Exteriores (2001- 2002) y de Justicia (2000- 2001). También presidente de la Corte Interamericana de Derechos Humanos. Fue Relator Especial de la ONU sobre Independencia de Jueces y Abogados hasta diciembre de 2022. Autor de varios libros sobre asuntos jurídicos y relaciones internacionales.